¡Si no sabes torear para qué te metes! La sentencia popular, que, como tantas otras acuñadas en el entorno taurino, ha sido transferida por la gente a muchos otros ámbitos, es especialmente aplicable al escribir sobre toros. Y es que para poder hacer crítica taurina o reportajes relativos a complejos asuntos relacionados con el toreo propiamente dicho, el reglamento, la cría de bravo, el comportamiento de los astados, etc. hace falta atesorar mucho conocimiento específico, algo que, desde luego, a mí me falta. Sin embargo, los asuntos taurinos dan para mucho. Para tanto, que, sin pretender profundizar en lo técnico, purista, científico o profesional, le permite a uno pasearse por los ambientes, la cultura asociada a la tauromaquia, la fiesta, etc. Y eso es, únicamente, lo que pretendo plasmar aquí, algunos apuntes personales sobre un julio algo taurino.
De hecho, todo comenzó en mayo leyendo París era una fiesta. Es uno de los volúmenes recopilatorios de relatos cortos de Ernest Hemingway de mayor contenido, y que se corresponde, cronológicamente, a la época en la que, antes de ser autor de novelas, vivía en París como reportero. Lo estuve leyendo para documentarme de cara a un artículo sobre una temática que nada tiene que ver con los animales, pero, al hacerlo, encontré, cómo no, varios relatos taurinos, preludio de su inminente primera novela Fiesta.
Hemingway, muchos años después de haber publicado la novela, en la barrera junto a un diestro. (Imagen: verynicetravels.com). |
Ya en julio, con los Sanfermines ahí, me animé a leer Fiesta, porque me encanta contextualizar o complementar mis viajes o experiencias con literatura relacionada con ellos. La novela parece que fue el primer gran revulsivo que hizo que las fiestas de San Fermín alcanzaran impacto global. Y es que, gran parte de ella, como todo el mundo sabe, se desarrolla en Pamplona durante las fiestas. Digo gran parte porque también París (previamente), Biarritz, San Sebastián, Madrid, etc. aparecen como escenarios con mayor o menor presencia. Y no digamos los ríos trucheros al sur de Roncesvalles. Pero el caso es que Pamplona, su fiesta y su plaza de toros, acogen el meollo principal de la narración.
La lectura me vino de perlas porque durante la celebración de San Fermín (salvo el fin de semana), cada año me levanto para ver el encierro televisado, justo antes de irme corriendo a la playa con el perro para darnos un baño juntos antes de desayunar. Esta costumbre de ver los encierros ha sido cosa reciente y culpa de dos de mis hijos (él y ella, los menores) quienes, motu proprio, de adolescentes se ponían el despertador para ver los encierros televisados. La retransmisión me parece una joya de realización y de tratamiento técnico única en el mundo. Por lo que retransmite y por lo bien que lo hace. Aplaudo igualmente el reverencial respeto que los locutores rinden con su silencio a los cánticos al patrón, así como a todo el desarrollo de cada encierro en directo. Y, personalmente, considero muy didácticas las aportaciones del especialista Teo Lázaro. Espero que todo ello se mantenga en el tiempo, venga quien venga a mangonear políticamente en la televisión pública.
Y precisamente fue en dicha televisión, en su segunda cadena, donde, viendo un día ese pequeño pero elegante resquicio taurino que programan cada sábado bajo el título de Tendido cero, descubrí la existencia de una novedosa editorial llamada El Paseíllo. Como soy un bibliófilo y un lector empedernido, me dio por explorarla en Internet y descubrí una serie de títulos y temáticas sugerentes, así que me arriesgué haciendo un pedido de tres de ellos. Dos de los cuales me han servido de lecturas durante la celebración de la Feria de Santander. Lo dicho, lectura contextualizada con la actividad.
La primera lectura es obra de Alberto González Troyano, y con su título y subtítulo deja más que claro de qué va (y… si no sabes torear, para qué te metes a leerlo): Montesquieu en el ruedo. Diestros, ganaderos y público: Tres poderes en conflicto. Un buen trabajo histórico sociológico que explica muchas cosas del presente, provocadas por la evolución del toreo y que expone, además, algunas de las causas que han tenido que ver con el tipo de toros (y comportamiento de los mismos) con los que nos encontramos ahora. Nada de crónica taurina y mucho de reflexión a largo plazo, algo poco presente en el aficionado de día, pero vital para quien guste de vivir la tauromaquia como un proceso de largo recorrido histórico, cultural y social.
El primero de los dos libros aludidos. (Imagen: elpaseillo.com). |
El segundo texto es también muy sociológico, aunque con un talante radicalmente diferente, y ciñéndose (y profundizando más de lo que aparenta) a la época concreta del desarrollismo español y la cultura pop occidental. Fernando González Viñas lo borda en El Cordobés y el milagro pop. El libro, además de entretenido y divertido, vincula constantemente temáticas aparentemente alejadas, y nos regala muchos flecos de los que los lectores interesados en ellos podemos ir tirando posteriormente si nuestro carácter es mínimamente investigador. Pero, además de eso, al tratarse de nuevo, aunque de forma camuflada, de sociología taurina, engarza muy bien con el texto anterior, complementándolo y aclarándonos mucho a todos (entre los dos libros) cómo se ha ido transformando el toreo, qué factores lo hacen cambiar y, de paso, aventurarnos a imaginar qué podría hacerlo evolucionar en el presente o el futuro más cercano.
Lectura muy recomendable. (Imagen: elpaseillo.com). |
De la Feria de Santiago lo vi casi todo en la plaza. Cedí mi entrada a una familiar en una única corrida, y asistí a todas las demás, siempre en el mismo lugar (por haber sacado abono): primeras filas de un tendido de sol. Mis impresiones más técnicas, artísticas o propiamente taurinas se quedan para mí porque ya he dicho que no sé torear, así que, no me voy a meter. Pero como todo esto de la fiesta va también ¡y mucho! de cultura, paisanaje y anecdotario, dejaré aquí algunos bocetos, apuntes o impresiones personales.
Lo primero fue una novillada. A la novillada siempre va mucha menos gente porque no goza de nombres asociados al star-system, que en los toros tiene tanto poder como en el fútbol, el cine y el periodismo emocional o popular. Ello suele implicar que el público que acude se suele caracterizar por gustarle (de verdad) la lidia, aunque, en cualquier caso, hay que ser cautos a la hora de generalizar. Por allí desfilaron tres jóvenes que, precisamente por su condición de novilleros y su hambre de triunfo, se emplearon con altas dosis de valor y, dos de ellos, siempre bajo mi punto de vista, con innecesario exceso de riesgo. Uno de ellos, el más premiado, no me gustó demasiado. Mucho desplante postural, mucho alarde de valentía estática, exceso de coreografía sin toro y no tanta fluidez con los trapos. El menos arriesgado me gustó bastante más, aunque falló en algunas de esas acciones que se hacen esenciales para el premio. Pero quiero centrarme en el tercero en discordia ¡un chiquillo! de dieciséis años que, por lo visto, según se rumoreaba por allí, promete. Marco Pérez no sólo es un jovencito, sino que además lo parece. En su primer toro, tras una faena prometedora con el capote, recibió una embestida frontal que lo puso en órbita, para ser a continuación restregado por la arena por el animal. Se lo llevaron a la enfermería (por lo visto inconsciente) y no pudo regresar al ruedo hasta el quinto toro el cual, por cierto, también le sometió a otro revolcón. Para colmo, no sé si por el aturdimiento, lo impracticable del ruedo (ya embarrado a esas alturas de la tarde) o la cortina de agua que caía, el caso es que él mismo se pegó un tajo en el talón al descabellar al astado. ¿Mala suerte o explotación de niño trofeo? Lo digo porque, según se comentaba por allí, el novillero había toreado aquella misma mañana en Mont de Marsan, donde recibió otra voltereta. Como, pese a mi edad, tengo mucho menos prisa que él, estaré atento a su carrera, porque promete. Lo que no me quedé fue a toda la corrida porque el chaparrón se mantuvo pertinaz y excesivamente generoso.
La corrida de rejones fue vistosa (siempre lo son, si te gustan, como a mí, tanto los toros como los caballos) pero nada espectacular. Sirvió para mostrarnos, una vez más, como el presidente de la plaza santanderina parece ser más influenciable por los nombres de los matadores que por el desempeño presente en la arena, pecando unas veces de exceso de generosidad y otras de racanería. A destacar, unas series de toreo de grupa de Guillermo Hermoso en el sexto y algo (no todo) del espectáculo popular de Andy Cartagena, que a veces resulta más circense que taurino.
Puede que la peor tarde nos la brindaran los toros del frío (Ganadería Antonio Bañuelos). Algunos amigos y yo teníamos la ilusión de que unas reses que se crían cerca de los cañones burgaleses del Ebro y del Páramo de Masa dieran buenas muestras de raza y compostura, pero fallaron todos menos uno, del que supo sacar buen provechó el siempre cumplidor Ginés Marín. Por lo demás, una lástima de tarde. Como nota anecdótica, asistimos al suicidio de uno de los toros. Al poco de salir al ruedo, persiguiendo capotazos con mucho ímpetu inicial, no se percató de lo cerca que estaban las tablas y trazó una embestida directa y violenta sin siquiera prepararse para la acción de cornear, como si tuviera campo abierto por delante. El impacto frontal fue tan brutal, que el toro quedó tendido, incapaz de moverse (salvo los espasmos de una de las patas traseras) y hubo que sacrificarlo.
La tercera corrida dio cierto juego para el análisis sociotaurino. Los toros no fueron como para tirar cohetes, pero sirvieron para el desarrollo de las faenas. Enrique Ponce se despedía de Santander para siempre y el público lo homenajeamos cantándole nuestra habanera más querida, Santander la marinera, a pleno pulmón. Un momento emotivo y popular. Pero el núcleo duro de la tarde lo constituyó Morante. No necesariamente como diestro, sino como fenómeno social. Me explico: hace ya tiempo que Morante ha conseguido erigirse en uno de esos históricos toreros capaces de dividir radicalmente a la afición. Unos le adoran, le siguen a todas partes y le perdonan todo; mientras que otros le odian, principalmente por haber sufrido muchos desplantes, seguramente inapropiados y poco profesionales. Personalmente no me enrolo en ninguna de las dos corrientes. Soy demasiado desapasionado, y muy poco mitómano como para ello. Morante salió airoso (casi neutro) del episodio. Toreo bien (y muy bonito, porque estética tiene mucha) y cumplió, pero tampoco nos regaló unas faenas para enmarcar y no olvidar jamás. Así que el público lo respetó y él respetó al público cumpliendo con su cometido. Pero parte de lo interesante de su presencia me lo encontré en mi tendido, en las inmediaciones de mi asiento. Mientras dos aficionados le criticaban por lo bajinis (que si le corean y aplauden por nada, que si en nosedonde fue un horror, que estoy harto de sus fraudes en Las Ventas, etc.); otro, un joven, salía enfurruñado de la plaza a todo correr mientras uno de sus amigos le preguntaba a un tercero “¿Pero qué le pasa? ¿Por qué se ha enfadado así?” Al que el otro le contestaba “porque los dos otros toreros (Ponce y Fernando Adrián) le han ganado 3 a 2 a Morante” (del que, por lo visto, el enfadado era fan). Así que no pude reprimirme y les dije “¿Pero a qué ha venido, a los toros o al fútbol?”, a lo que uno de ellos me contestó “¡eso digo yo!”. En realidad, entre los posicionados, me resultó agradable encontrar a un joven seguidor (literal, porque me dijo que viaja todo lo que puede allá donde Morante torea) que reconocía tanto el arte que mucho le entusiasmaba, como que el de la Puebla quema unas tracas infumables y caprichosas con cierta frecuencia. En todo caso, aquella tarde, el mejor, Fernando Adrián.
Fernando Adrián satisfecho de su triunfo en Santander. (Imagen: Luis Miguel Sierra en fernandoadrian.com). |
Del miércoles no puedo hablar porque ya he dicho que no fui. Pero los comentarios que me llegaron no fueron para nada positivos. Por lo visto, muy malos toros. Así que me reenganché al día siguiente en la que, a juzgar por el prematuro cartel de no hay billetes, se había erigido en la, en términos ciclistas, corrida reina. Cayetano, Juan Ortega y Roca Rey. El resultado global fue más bien discreto. Los diestros pusieron mucho empeño, pero las reses no permitieron gran lucimiento. Pero todo aquello tenía pinta de que a cierto sector de público le diera igual, porque para él, lo importante, a lo que había que estar atento era al famoseo y al efecto yo estuve allí. Ya para empezar, mal asunto fue el comprobar que, en los alrededores de la plaza, un partido político había levantado una carpa y montado un puesto a su sombra. Me da lo mismo que el partido fuera de derechas o izquierdas, moderadas o extremas (ambas). Ningún partido político (ni sindicato, ni algunos otros tipos de entidades) debería hacer acto de presencia en una fiesta del pueblo y, menos aún, tratar de apropiarse de ella. A los toros va gente de toda condición e ideología, es algo que ha venido sucediendo a lo largo de sus siglos de historia y así debería seguir siendo. Y eso es parte de su grandeza. Un síntoma añadido de la pretensión de politización de los toros se percibe en Santander al finalizar el paseíllo. Allí es costumbre que la banda toque el himno español en ese momento. No sé de reglamentos al respecto, pero entiendo que, si se hace, será porque se puede y es una costumbre propia de dicha plaza. Conozco gente que no lo recibe bien porque le tiene tirria al himno, pero lo respeta con su silencio. El himno, te podrá gustar o no, pero, a día de hoy, es el que tenemos, y lleva, después de la dictadura, prácticamente medio siglo de vigencia democrática. Cuando suena en la plaza, la gente (la mayoría), se pone de pie y se calla como muestra de respeto. Seamos nacionalistas patrios o no. Toda la gente menos algunos cretinos que, en este caso, pretendiendo ser más españoles que nadie, lo interrumpen o interfieren con algún alarido anticipado. Siempre hay alguno, pero, el día de la carpa política, la tarde del no hay billetes, el himno resultó más maltratado que en todo el resto de la semana. Lo mismo que me sobraban los cuatro antitaurinos de aspecto harapiento que otros años se ponían delante de plaza a gritar, mientras toda la afición los ignoraba, me sobran también los fachas de tendido que van allí a manifestarse políticamente en vez de ir a los toros.
Pero no fue la política lo único que atrajo gente a los graderíos aquella corrida. No, que va, también hubo uno ola expansiva de famoseo. Ola porque hubo más que ninguna otra tarde, y expansiva porque desenmascaró a muchos supuestos aficionados que, al ver allí caras populares, dejaban de prestar atención a la lidia, para concentrarse en los asientos buscando a la realeza, las influencers, los tertulianos televisivos, tiktokers, novias-novios de, etc. Eso sí, actualmente, en religiosa comunidad tecnológica, con el móvil en mano, escaneando los tendidos y barreras, enfocando, ampliando y compartiendo (incluso subrayado en fosforito) quién y dónde se encontraban las vedettes. Vamos, que lo de Montesquieu ni mucho menos ha acabado.
La feria se cerró con un mano a mano entre Miguel Ángel Peralta y Daniel Luque, con mucho mérito, muestras de cierta calidad en algunos toros (pocos) pero muy mal remate con las espadas. El balance semanal arrojó poca bravura en distintas formas: algunos perdiendo fuelle demasiado pronto; otros parándose a mitad de las embestidas; lotes flojos de manos; etc. Salvo excepciones, lo que se lleva a Santander parece ser ganado de poca calidad, o quizás sea un síntoma de que la producción en general actual no se está demostrando a la altura. Eso es algo sobre lo que se tendrán que poner de acuerdo los expertos y sobre lo que, ya lo he dejado caer, los libros que mencioné antes, sobre todo el de Alberto González Troyano, dan algunas pistas.
Pero, afortunadamente, a mí los toros me aportan mucho más. Y una parte importante ello, es observar a la gente. Voy con algunos ejemplos de esta última feria.
Mellizas ellas, dos. Pelo corto y tirando a pelirrojo, pero tan poco esmerado en su arreglo que pasaron media tarde lanzando piropos a la cabellera de una elegante señora de mediana edad que tenían delante. Ellas, comentando toda la corrida (de rejones, porque lo que les gusta son los caballos), no pararon de comentarlo todo, interactuar con quienes estábamos alrededor y disfrutar de una tarde domingo con el desparpajo de vivir habiendo cumplido los setenta y sin complejos.
Bonitas piernas. Largas, torneadas, morenas y a la vista, porque el vestido, asociable a la famosa minifalda de Manolo Escobar, era tan corto como el que estrenó Massiel en Eurovisión. Blanco, para contrastar con el bronceado de la piel, de una pieza y ligeramente acampanado desde los tirantes hasta su borde minifaldero. Hasta ahí todo habitual. Una mujer guapa vestida para los toros. Lo que lo cambió todo fue el chaparrón del sábado, que, potente y sin descanso, acabó transformando la estampa y regalándonos a una Ursula Andrews saliendo del agua, como delante de Sean Connery, con chorretones de agua deslizándose por las esculturales piernas de la moza, mientras ella acababa huyendo del temporal, procurando preservar lo más posible el esmerado trabajo matinal de peluquería, con una almohadilla sobre la cabeza ¡Bravo!
Todos los días que acudí a la plaza fue con mi mujer, menos una tarde en la que me acompañó una de mis hijas. Reside en los EEUU, donde no le hace ascos a acudir, muy de vez en cuando, a conciertos, espectáculos de ballet, NBA, NHL, etc. Tras atravesar todo el bullicio exterior, revisar los puestos cercanos, entrar y sentarnos con tiempo para que pudiera empaparse de todo, me dijo algo así como “Oye, ¿y aquí la seguridad qué?” a lo que, incauto (o incivilizado) de mí, le respondí “¿qué seguridad, la de los toreros o la nuestra?”. “No, hombre, me refiero a los controles de entrada al aforo”. Pues sí, para bien o para mal (que cada cual piense lo que quiera), Spain is different.
La palma se la llevó la mujer de rojo. ¡Qué pena de foto! no reaccioné a tiempo para tomarla. Digna de galardón en fotopress. Ella apareció una tarde como acompañante. Él, quizás, aficionado, de entre 25 y 35 años. Ella, de taurina nada, lo digo porque no parecía atender a lo que en el ruedo acontecía. Eso sí, cumplir cumplió. Con su cometido, o al menos con el que yo, seguramente de modo injusto, he decidido atribuirle: el de lucida y llamativa acompañante. Buen tipo embutido en un llamativo y ajustado vestido elástico de luminoso color rojo, de falda larga y estrecha (cual menú degustación). Pelo en melena arreglada de incierto color castaño, arrubiado en las puntas y difuso en según qué áreas capilares. Labios prominentes… quizás demasiado. Mi experta me corrige: “¡rotundamente esculpidos por la cirugía!”, pero yo no me arriesgo a asegurarlo, aunque su especto no me resultó natural. Y unas uñas largas, esculpidas, trabajadas y pintadas… pero, lamentablemente, en rosa, un fallo de conjunción comprensible, aunque indigno del papel que parecía querer representar la dama: el de faro para las miradas aburridas al salir y al entrar, entre toro y toro, o en los momentos en que una faena se espesa. Hasta ahí todo correcto, habitual, esperado, parte intrínseca de la fiesta: abundancia de jóvenes ataviados lo más señoritos posible y mujeres, de cualquier edad, compuestas de los pies a la cabeza para que no les haga sombra ninguna otra. Una maravilla de la que disfruto al comenzar cada festejo; durante el proceso de descomposición al que el sol, los sudores, la emoción, la proximidad, etc. someten a algunas; y al final, cuando todo acaba y van saliendo de la plaza, unas, las pocas, casi como entraron y otras, indomables y desordenadas, como si hubieran atravesado la bahía en un velero en tarde de viento sur. Humanidad femenina ante la que me rindo. Pero la protagonista, la de rojo, no se descompuso. Ni un ápice. Se mantuvo a lo suyo: estar, lucir… cometidos totalmente independientes a la lidia, así que no recuerdo en qué toro ni torero, en el máximo momento de tensión, con la plaza en un silencio sepulcral en el que hasta los cretinos, abundantes, enmudecían, con la bestia cuadrada y el diestro enfilando de perfil con la espada apuntando, la mujer de rojo, ajena a la muerte, a la del humano o a la del animal, alzó su brazo izquierdo con un espejo en la mano, encuadrándome con ello una pantalla efímera de la estocada, mientras que en el vértice opuesto del fotograma, estiraba su cuello y sus labios para pintárselos. Antes muerte (del torero o del astado) que sencilla (ella).
También peculiar el viejo del visillo. Bermudas de pinzas y cinturón. Camisa de botones blanca, y sombrero de paja. Estaba claro que había acudido de invitado. El señor de al lado, su amigo, poseía un par de abonos y allí estuvo, tarde tras tarde, acompañado por su mujer, algún hijo, o alguna otra persona según qué días. Aquella tarde le tocó la vez al viejo del visillo. Más de setenta años seguro. Duró tres o cuatro toros. El tiempo justo para recorrer todo el aforo de la plaza comprobando, pantallazo tras pantallazo, quién había por allí. Concluido el repaso, se levantó, dio las gracias a su amigo, se despidió y se marchó. Hubiera dado igual toros, teatro, espectáculo deportivo o cualquier otro tipo de evento ¿Un espía animalista camuflado, un reportero de la prensa del corazón, un antropólogo de campo…? Vayan ustedes a saber. Lo que sí que era, seguro, es un cotilla.
La plaza de Santander me parece bonita, especialmente por dentro, donde exhibe un aspecto tradicional lleno de detalles alusivos a la tauromaquia. Es tremendamente incómoda por lo estrecho del asiento y lo exageradamente juntas que dispone las bancadas. Tanto, que cataliza el intimar entre los aficionados, quienes convivimos achuchados, pero bien avenidos. Esencia pura de cultura taurina popular. Dentro de ese ecosistema social y popular en el que se convierten la barrera, las gradas, andanadas, balconcillos y, especialmente, los tendidos, el fenómeno del entendido (analizado por Alberto González Troyano en su libro) sigue existiendo. Unos entienden de verdad y otros únicamente simulan entender, pero ahí están, cumpliendo con su papel y sazonando el guiso que es la fiesta. Lo mismo que las botas de vino y el bocadillo a mitad de corrida.
Estampa de la plaza de Santander. (Imagen: larazon.es). |
La soberanía popular, más dramatizada que real, también pervive. Años atrás, entre todos, hemos echado algún toro físicamente disminuido a los corrales. Y en lo que respecta a la concesión o no de premios (apéndices del toro) su voz se deja sentir lo suficiente como para influir poderosamente (en unas ocasiones más que en otras) sobre las decisiones del presidente, y sobre los postreros juicios escritos por algunos comentaristas de prensa escrita. Y ese poder, al menos de expresarse y manifestarse con entera libertad, es algo que parece darse en cada vez en menos ámbitos de la vida pública. Otra razón más para preservar la fiesta.
Hay un sector del coso santanderino plagado de gente muy joven. En realidad, abunda la juventud por toda la plaza, pero en ciertos tendidos de sol consituye abrumadora mayoría. Lamentablemente, hay algunos grupos relativamente incómodos, constituidos por los broncas de turno (no siempre tan jóvenes) que suelen ser escasos, y otros visiblemente alineados políticamente y que contaminan ligeramente el ambiente. Confío en que tanta juventud sirva para hacer perdurar la afición, algo que parece estar sucediendo de unos cuantos años a esta parte, pues la plaza parece irse llenando más cada nueva edición de la feria. Y en que las motivaciones puramente groseras y las políticas sean fiebres temporales de paso efímero, dejando aferrados a los asientos a aquellos jóvenes que de verdad desarrollen afición. A ello está ayudando mucho el precio de los abonos juveniles, que es verdaderamente asequible y logra, en bastantes casos, que algunos jóvenes que ya superan la edad de tal privilegio decidan convertirse, directamente, en abonados adultos, al sentir la afición inoculada.
Me gusta fijarme en los detalles de siempre: los capotes de paseo, un subalterno que se pasa más de cinco minutos escondiendo su cara dentro de la montera, acodado en las tablas, discretamente, mientras implora y reza todo lo que sabe, justo antes de iniciarse la corrida. Las cruces con las manoletinas sobre la arena, los gestos de fe o de superstición. La valentía agnóstica del pastor que escuda al picador de sombra. O los sortilegios de cada cual, que arrastran infinitamente mayor bagaje histórico, cultural, ancestral y humanista que las sucesiones de tics nerviosos de cualquier tenista del más alto nivel.
En los toros, a lo largo de todo mi julio de toros, le pese a quién le pese, abunda el arte (en diferentes vertientes) la tradición, la cultura y la belleza animal. Porque no lo olvidemos, al menos para mí, los toros son unos animales hermosísimos de por sí. Y, más todavía, cuando despliegan toda su expresión motriz, con la diversidad con que lo hacen a lo largo de los tres tercios.
Cartel oficial de la Feria de Santiago de Santander 2024. (Imagen: turismo.santander.es). |
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