Pese a haber viajado bastante a lo largo de mi vida, nunca había pisado suelo africano y, recientemente, de forma algo inesperada, me vi en Sudáfrica embarcado en un intenso periplo de más de dos semanas.
Sudáfrica lleva a su espalda una sangrienta historia reciente o contemporánea. Antes de que el hombre blanco empezara a frecuentarla, estaba habitada por diversas culturas tribales entre las que destacaba la poderosa nación Zulú, que pronto se haría famosa en occidente por su poderío y bravura bélicos en sus guerras contra los Boers y contra el imperio británico. El asunto de las guerras en Sudáfrica tuvo un desarrollo de triangulación, ya que, además de los dos enfrentamientos (periódicos y recurrentes) de los zulúes contra las dos poblaciones de procedencia europea, también los británicos y los Boers o Afrikaners anduvieron a la gresca entre ellos en sucesivos enfrentamientos. Así pues, al menos desde la intervención (colonial o migratoria) de los europeos en Sudáfrica, su historia reciente se ha visto desmesuradamente salpicada de sangre. A pesar de ello, otro feo asunto es mantuvo en la palestra internacional al país a lo largo de gran parte del siglo XX: el apartheid, una aplicación oficial y normativa de racismo. Racismo ha habido y sigue habiendo mucho por el mundo, pero el caso sudafricano marcaba una diferencia que siempre suele resultar importante para las esferas periodísticas y políticas: que su racismo tenía una articulación institucional. Finalmente, con el liderazgo de Nelson Mandela, la política interna del estado se vio totalmente transformada, erigiéndose en una democracia moderna de sufragio universal. Y, llegados al momento actual, ha sido, precisamente Sudáfrica, el único país (si mi escasa atención mediática no me traiciona) que se ha atrevido denunciar a Israel ante las cortes de justicia internacionales por genocidio y/o crímenes de guerra. Una evolución intensa en un lapso bastante corto. Una historia que aquí he sintetizado de forma extremadamente breve porque no es el objeto de mi reportaje, pero que bien merece muchas lecturas especializadas. Por ejemplo, de forma históricamente pormenorizada y, a la vez, con un estilo tan ameno que a ratos parece novelado, leyendo Un arco iris en la noche[1]. Su autor, Dominique Lapierre alcanzó gran fama y reconocimiento en la década de los ochenta del siglo XX, cuando irrumpió en el mundo literario con novelas en las que denunciaba la situación de poblaciones desamparadas. Recuerdo a mis padres verse conmovidos por su bestseller La ciudad de la alegría. Su libro sobre Sudáfrica fue mucho más reciente y ya en formato de ensayo, y se me antoja como una buena aproximación a la historia del país desde 1652 hasta 1994.
Hacerlo, escarbar en diferentes autores puede además a ayudarnos a recuperar las figuras de dos segmentos poblacionales de gran relevancia en Sudáfrica. El de los mestizos (coloreados) y el de los hindúes. Poblaciones ambas normalmente ninguneadas, por simplificación, por parte de la prensa generalista internacional. Los primeros, los mestizos, constituían una categoría más dentro de la obsesiva catalogación reinante durante años en el país. Eran fruto de lo que muchos consideraron durante siglos deslices o desviaciones del hombre blanco. Por lo tanto, tampoco estaban bien considerados. En cuanto a los indios, forman (todavía hoy) un sector de población minoritario pero destacado, especialmente en las zonas de la costa este y en la comarca de influencia de Durban. La población hindú llegó a Sudáfrica como mano de obra barata al borde de la esclavitud. Fue precisamente en su grueso laboral donde un joven Gandhi empezó a curtirse durante varios años como líder de la protesta y reivindicación ante la injusticia. Tal y como suele suceder, la actitud racista de la población blanca hacia la negra, coloreada e hindú (cada una de ellas con diferentes matices), se vio tristemente complementada con otras actitudes de desprecio y desconfianza mutua entre las poblaciones hindú y negra. Algo que, según algún viajero actual, parece seguir algo presente, aunque en modos disimulados.
A Sudáfrica viajé en pareja, e insertos en un grupo de 24 personas lideradas por un experto gallego con fuerte vinculación familiar sudafricana, alguien que conoce bien el país por estar emparentado con él y por haberlo habitado durante varios periodos vitales. Eso suponía una ventaja importante para la selección de lugares y para facilitar el cómo moverse por allí. En cuanto a lo del viaje en grupo, pues lo sabido, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Personalmente soy de los que prefieren y practican el viajar solo o acompañado por muy pocas personas de la familia o grupo de amigos más cercano. Sin embargo, en ocasiones, la opción grupal es la única posible, recomendable o asequible, y este era el caso. Entre las ventajas del grupo en esta ocasión destacaría dos: haber conocido a gente muy interesante y agradable; y habernos sentido bien arropados en un entorno que no siempre resultó inofensivo. Entre las desventajas, despreciables, otras dos: la necesidad de ajustarse a ritmos ajenos; y el haber convivido con una banda sonora en el transporte principal muy distinta de lo que hubiéramos preferido, que hubiera sido música étnica africana o local. Así que, como síntesis de la cuestión grupal, puedo asegurar que todo fue sobre ruedas.
Y la expresión viene al pelo ya que el viaje tomó la forma de road trip o, si se me permite la licencia, de road movie, pues consistió en un recorrido de unos 2800km de carreteras, entre Johannesburgo y Ciudad del Cabo, a bordo de un camión con su caja habilitada con asientos a modo de autobús. Además, el camión llevaba una generosa dotación de compartimentos en los que viajaba material de acampada, de cocina, etc. así como unas taquillas personales para los equipajes.
El viaje hasta Sudáfrica es largo, cansino y con algunas escalas. Nosotros lo hicimos con Ethiopian Airlines, cuyo catering desmiente completamente el discurso antiguamente entonado por Os Resentidos en Galiza Caníbal. Aterrizamos en Johannesburgo, cuyo aeropuerto tiene una presencia muy moderna y totalmente global, desde el punto de vista occidental. Allí nos esperaban nuestros guías y el camión. Empezaba la aventura. Siguiendo las recomendaciones previas y gracias al desinteresado trabajo de David, procedimos a un cambio de moneda colectivo para disponer de algo de efectivo en rands para propinas y pagos menores, aunque prácticamente se puede utilizar tarjeta en todo el territorio.
Afortunadamente no nos detuvimos en Johannesburgo. Las ciudades no eran objeto de mi interés en este viaje y, menos aún, las que, como esta, alcanzan altas dosis de delincuencia. No me gustan las ciudades violentas o agresivas, especialmente cuando al visitarlas me veo convertido en un inexperto visitante. Si Ciudad del Cabo está considerada por los expertos como el punto de origen de la mayor parte de los males que asolaron a la población indígena del sur de África, Johannesburgo tuvo un nefasto protagonismo social a lo largo del siglo XIX y XX, provocado principalmente por los efectos sociales derivados colateralmente de las minas de oro. Una de mis lecturas del viaje explica bastante bien el asunto en formato de novela. Es un clásico de la literatura sudafricana[2]. Su autor, Alan Paton, describe una situación de éxodo rural hacia la gran ciudad, que provoca la perversión de los emigrantes y el desmantelamiento del régimen rural de quienes se quedan. Todo ello en el seno de una sociedad racista, y en vísperas de que dicho racismo se consolidara oficialmente en el régimen del apartheid. La novela es visionaria en su planteamiento positivo y de esperanza, aunque los hechos, posteriormente, aplazaran el escenario deseado casi medio siglo. Y es que, cual nubarrón oscuro cerniéndose sobre los sentimientos del autor, la casualidad hizo que la edición original se publicara el mismo año (1948) en el que el Partido Nacional Purificado alcanzara la mayoría absoluta en las elecciones sudafricanas, propiciando la puesta en marcha del apartheid.
Johannesburgo – Drakensberg.
En el cambión se nos asignó una taquilla numerada para nuestro equipaje, mientras que los asientos no tendrían disposición fijada, aunque a lo largo del viaje apenas experimentaron cambios. Ya en ruta, atravesamos alrededores industriales y barriadas polvorientas. La ciudad está enclavada a 1753 metros de altura, situada en una meseta inmensa que cruzamos parcialmente contemplando llanuras valladas dedicadas a una ganadería super-extensiva, en la que las únicas interrupciones paisajísticas las marca la esporádica aparición de unos silos gigantescos. Aquello parecía una tierra de campos castellana sobredimensionada, en la que además del ganado vacuno, se crían antílopes y avestruces. Entre ellos, surgen ibis y una inusitada proliferación de montículos terrosos que son el resultado de la actividad de las termitas, en muchos casos, o de las guaridas de grandes roedores. Se nos fue haciendo de noche durante el trayecto y, tras algunas gestiones finales en el propio camión, disfrutamos de una primera puesta de sol africana totalmente rojiza, casi anaranjada.
Aquel primer tramo de carretera resultó premonitorio con respecto a lo que sería la dinámica del viaje durante los largos tramos intermedios de ruta, aquellos que nos servirían para avanzar mucho por el territorio, saltando de lugar en lugar, parando en cada uno de ellos uno o dos días para conocerlos y realizar actividades diversas. También parcialmente premonitorio con respecto a la música que escucharíamos durante los trayectos: muy poca local, casi toda española, latina o popular global. Afortunadamente para mí, el conato de inundación de bachata únicamente surgió en aquel primer tramo. Aquel viaje también sirvió para que parte de la gente se fuera dando a conocer. Algunos de forma inminente y elocuente, otros más discretamente, y unos pocos más pasando desapercibidos totalmente. A estos últimos los iríamos descubriendo en un plazo más largo. En todo caso, personalidades más o menos extrovertidas aparte, con nuestro guía (Carlos) ejerciendo un saber compensatorio de atención y regulación grupal que domina perfectamente, simulando un régimen libertario que en el fondo esconde un control efectivo. ¡Buen trabajo!
Llegamos de noche cerrada a nuestro destino, un lodge para backpackers, lo cual sería la tónica habitual de alojamiento en nuestro viaje. Es decir, un establecimiento con múltiples espacios, unos a cubierto y otros al aire libre, unos comunes y otros habitacionales, en los que los viajeros pueden alojarse en tiendas de campaña, habitaciones privadas o colectivas. En este caso pasamos dos noches en habitaciones comunales de literas. Fue allí donde establecí mi primer nuevo contacto con un par de compañeros de viaje con los acabaría desarrollando un trato muy agradable. Lo hice tomando una cerveza en el bar, un edificio amplio con muchos espacios, todo él cubierto por tejado de filamentos vegetales secos, y decorado con gran colorido y temática africana. Excelente ambientación para comenzar el viaje.
Muchas de nuestras cenas y comidas fueron en forma cocina de campaña y barbacoa sudafricana. Para ello gozábamos del buen hacer de Carlos, en cuyo enigmático y variopinto pasado figura el hecho de haber trabajado muchos años como cocinero para ricachones. Aquella primera noche la barbacoa fue a base de verduras y solomillo, regados con buen vino tinto sudafricano. En casos así, un fregado colectivo se hacía labor indispensable y bien asumida.
Nuestro alojamiento (Anphitheatre Backpackers Lodge) se encontraba en las proximidades de la gran cordillera del Drakensberg, al noroeste de Bergville, aunque no exactamente en territorio montañoso, sino cerca. De hecho, el aspecto que presentaba el paisaje al levantarnos por la mañana era del de una especie de sabana, con amplio terreno preferentemente llano, o moderadamente ondulado, cubierto de un pasto que evoluciona entre el verde y el dorado en función de la lluvia que se vaya dando cada temporada. Creo que es el mítico veld que tanto se nombra en la literatura de o sobre Sudáfrica. A la luz de un día soleado y despejado, el lodge parecía una especie de poblado de chozas sólidamente construidas. Y algunas pocas acacias típicas africanas se erguían por aquí o por allá en el espacio libre.
Desayunamos a las 6, 25. Madrugar también se convirtió en tónica habitual. Lógico por varios motivos. Uno, porque allí los horarios resultan tempraneros con respecto a los españoles. Y dos, porque amanecía muy pronto y se oscurecía a media tarde, así que era lo mejor para aprovechar los días con luz (hay que recordar que una de las prioridades de un viaje de estas características es ¡ver! animales, paisajes… ¡pero ver!).
Todavía en el lodge, entre techos de junquillos y césped bien cuidado, o en el bar, rellenamos formularios para la entrada al Parque Nacional de Royal Natal. Para llegar hasta allí tuvimos que completar un largo tramo de carretera a bordo de un par de coches ligeros y de un ejemplo del que considero que es, por su abundancia, el vehículo nacional en Sudáfrica: una furgoneta Toyota Hiace de chasis muy bajo repleta de asientos. La ruta era ascendente. Primero vimos búfalos, cebras y springboks dentro de un cercado extensivo, probablemente criados para carne y/o caza. También una especie de ibis blancos y un ejemplar de majestuosa ave con largas colas curvilíneas. Que me perdonen los ornitólogos, pero de fauna sé lo justo, de pájaros menos y de aves africanas o exóticas nada de nada. También vimos bastantes monos grandes y peludos deambulando por la carretera. El día era espléndido. En determinado momento apareció un embalse gigantesco rodeado de verdes pastos de laderas infinitas ¡veld! lamiendo las estribaciones de unas cumbres completamente planas, en forma de mesetas elevadas.
Más adelante alcanzamos un poblado de casas modernas muy modestas. Por lo visto, era un ejemplo de los planes de vivienda del gobierno, dispuestas para alojar con cierta dignidad a una población que, como más adelante comprobaríamos, se hacina en inmensas barriadas de hojalata. Aquellas viviendas nuevas contaban con el típico sistema de agua caliente formado por una placa solar anexa a un depósito metálico cilíndrico en el tejado. A partir de allí, la gente vagaba por la carretera, que parecía el único espacio urbanizado del paisaje. Surgieron muchas potenciales estampas de interés que no hubo posibilidad de fotografiar: jóvenes desocupados, una digna mujer empujando un carretillo de obra, etc. Y mucha basura tirada por todas partes. ¡Llamativa presencia permanente de basura en las cunetas! al borde de casas y chabolas, allá donde había gente, había basura y acumulaciones de cristales.
Casi sin interrupción, alcanzamos una extensísima zona habitada que nos duraría muchos kilómetros. Chabolas, casas modestas e incluso algún que otro chalet pretencioso, pero de dudoso gusto y materiales de construcción de poca calidad. Y estos, así como casi cualquier edificio que no fuera chabola, es decir, levantado con materiales medianamente sólidos, protegidos en ventanas y puertas por un enrejado de abrir y cerrar. Aquella temprana característica se vendría repitiendo a lo largo de todo el viaje por todo el territorio que recorrimos. Protección o defensa propia. Mal síntoma.
Más imágenes dignas de fotopress: otra señora, más elegante en modo tradicional local, con carretillo; jóvenes pateando el suelo; modestísimos puestos de venta de fruta; casuchas metálicas para tarjetas de teléfonos móviles y otras ventas; tiendas con su mostrador interior completamente enrejado, etc. De repente, surgió un gran estadio de hormigón, plantado en un descampado (todo allí parecía un inmenso descampado). Había bares-tiendas al otro lado de la calle y mucha tierra por todas partes. También acerté a ver un centro de secundaria vallado por fuera y con relucientes y afiladas concertinas de autoprotección.
El asunto de las concertinas creo que merece una reflexión. Sudáfrica está plagada de ellas, el catálogo de diseños y formatos es de lo más diverso, y su presencia es constante en zonas de ricos, de pobres, establecimientos comerciales, sedes públicas, casas privadas, etc. Yo no es que las defienda, todo lo contrario, su mera visión me sugiere, casi automáticamente, que en ese entorno o no soy bienvenido, o no se puede vivir tranquilo ni del todo libre (ni fuera, ni dentro del perímetro que protegen). Pero ello no quita para que me asalte una reflexión que tiene mucho que ver con esa especie de conciencia nacional que muchos sectores de la opinión pública española pretenden inocularnos a base de dar la brasa constantemente, de secuestrar a los medios de comunicación convencionales y de destruir a los no convencionales que se les oponen, a la vez que alimentan a los que son de su cuerda. En este caso me estoy refiriendo a aquellas campañas de concienciación social relacionadas con la presencia de concertinas en lo alto de las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla. Cierta presión mediática e ideológica no paró hasta que hizo que el gobierno de turno decidiera quitarlas allá por 2019, según afirmaron varios periódicos. La presión, preferentemente, provino desde la Península, claro, donde la distancia y el Estrecho ofrecen mucha mayor eficacia disuasoria que las concertinas, además de evitar manchas de sangre. Un postureo ideológico que veremos repetido, espero, en esta crónica, cuando trate el asunto de la fauna salvaje. Pero la cuestión principal no es esa, el quid del asunto tiene que ver con que resulta sorprendente que nos alarmemos y sintamos mal por la instalación muy localizada de un tipo de alambradas que son un elemento común y casi característico en el continente del que pretendemos separarnos. Conciencia occidental hipócrita de bienestar, iphone, gintonic y bono cultural.
Si hago caso a mis lecturas, las concertinas son una evolución desarrollada del alambre de espino sobre el que Dominique Lapierre sitúa su origen práctico en Sudáfrica, a través de las estrategias que el general británico Horatio Kitchener aplicó en la guerra contra los Boers:
«[…] cada una de estas fortalezas en miniatura está rodeada de un foso y protegida por una nueva arma que acaba de salir de las trefilerías de la ciudad británica de Sheffield: ruedas de alambre de espino. Cincuenta mil kilómetros de este alambre erizado de púas serán desenrollados antes de que otros miles de kilómetros aprisionen a decenas de miles de civiles en los primeros campos de concentración de los tiempos modernos». (D. Lapierre).
El único modo que encontraron los británicos (con su enorme ejército) para derrotar al de los Boers (mucho más reducido, pero eficaz a través de su estrategia de patrullas montadas y guerrilla), fue el de instalar campos de concentración en los que retener a las mujeres e hijos de los afrikáners, haciéndoselo pasar bastante mal.
Siguiendo con el trayecto, pudimos ver funerarias de aspecto destartalado, negocios de leña, hornos abiertos al aire libre para cocer ladrillos artesanalmente, e incluso lo que claramente parecía un extenso reformatorio juvenil (aquello no tenía pinta de residencia juvenil en absoluto).
Finalmente, tras tan larga y detallada inmersión sociológica, alcanzamos la barrera de entrada al Parque Nacional de Royal Natal. Su situación geográfica resulta de lo más curiosa desde un punto de vista histórico, ya que se encuentra en la frontera entre la región de Natal, de origen Zulú y con gran protagonismo (trágico) histórico; la provincia Estado Libre; y Lesoto, país realmente independiente. Allí procedimos a un cambio de vehículos. Pasamos de los convencionales a unos todoterrenos robustos y, algunos, ya bastante baqueteados. Ascendimos por una pista terriblemente abrasiva y destrozada, atravesando una ladera herbosa de gran pendiente. Hacía sol y apenas se apreciaban algunas nubes lejanas. Mientras ascendíamos, pudimos ver varios monos correteando ladera arriba, así como algún que otro mountain springbok. Este antílope, su versión de llanura, más que el de montaña, es el emblema (y denominación) del equipo nacional de rugby, especialmente laureado en los campeonatos del mundo de las últimas épocas. Su adopción parece adecuada teniendo en cuenta que estos animales, pese a ser muy ágiles, no son los que más saltan ni los que mayor velocidad punta son capaces de alcanzar, sin embargo, sí que se muestran como los más rápidos a la hora de ejecutar constantes y sorprendentes cambios de dirección en sus galopadas, maniobras estas importantes para lograr ensayos.
Los vehículos nos dejaron a en un punto con servicios que es el final de la pista y que se encuentra a 2560 metros de altitud. Allí empezamos nuestra caminata por un sendero de ladera. Enseguida encontramos un recodo por el que asomarnos hacia el valle opuesto para contemplar una vista hermosísima de estribaciones herbosas descendentes. El sendero está compuesto por algunos bloques ligeros de cemento incrustados en la tierra. Asciende un buen rato hasta un marcado giro hacia la izquierda, a partir del cual se suceden varias zetas con pendiente más pronunciada, y en las que desaparece el firme artificial inicial. El espectacular valle por el que ascendíamos resultaba cada vez más bonito. Hay algunos pasos con cadenas auxiliares a las que agarrarse para evitar despeñarse. En otros casos apoyos de hierro en forma de peldaños o asideros. Tras un marcado giro hacia la derecha, acabamos alcanzando una colladina estrecha y ventosa entre dos paredones de roca. Eso sucede justo después de haber pasado por la base del Pico Sentinel (3166 m), donde empieza el paredón de roca que asciende verticalmente hasta su cumbre. La roca tiene un color rojizo, y hay cuervos de cuello blanco (white neck ravens) revoloteando por allí. En la colladina encontramos dos escalas metálicas fijas paralelas por las que hay que subir para continuar. Hubo quienes decidieron quedarse allí, aunque la mayoría ascendimos. Superado un primer tramo, aparece un segundo más corto que no se veía desde abajo. Arriba fuimos picando algo de comer, un sabrosísimo bocadillo que nos habían preparado en el alojamiento. Cada cual lo hacía a su aire. Tras una brevísima cuesta aparecimos en una meseta de praderías surcada por un riachuelo. A la izquierda, apenas unos metros por encima, está la cumbre del Sentinel, que no es tal, sino otra especie de meseta de aspecto inocente por aquel lado. El aspecto de aquel paraje superior es estepario, con pasto ralo y más bien seco. El curso del agua nos llevó hasta el Anphitheatre, un espectacular precipicio de forma semicircular que presenta un patio abismal. Arriba, roca y borde cortado con algunos picachos, y una aguja rocosa en el extremo derecho. Debajo ¡muy abajo! el nacimiento de un valle de praderas esmeralda tapizando pliegues de terreno. Allí surge una cascada que aquel día estaba prácticamente seca. Es la Tugella Falls, la cual, con 983 m de caída vertical, se anuncia como la más alta del mundo.
Tanto paisaje montañoso verde alrededor (bajo las moles de roca) hizo que recordara las cumbres de los valles pasiegos. No hay árboles a la vista, únicamente pendientes laderas de pastos verdes. No me parecía normal, como tampoco lo es en mi tierra. Bello sí, mucho, pero natural no. La respuesta me llegó por tres vías: la lectura, un guía y el regreso. Aquello es territorio ganadero. Tanto ancestral como colonizado, lo cual hace que, como hacen los pasiegos, se prenda el monte para mantener pastos de montaña. Lo explicó el guía, lo leí en una novela, y lo vimos al anochecer en un incendio provocado en la llanura, no muy lejos de nuestro alojamiento.
Tras disfrutar durante un buen rato de aquel impresionante paraje desde el que la vista hacia el valle se perdía en infinitas lomas y territorios africanos que hacían pensar en aventuras, rutas insospechadas y gentes, iniciamos, por grupos, nuestro regreso hasta las escalas metálicas. Allí encontré un pequeño atasco en el punto intermedio, pero fue cosa de minutos. No quiero ni pensar lo que puede ser aquello en temporada alta de turismo, lo digo porque aquel día apenas estábamos nosotros y dos o tres grupos pequeños de visitantes, algunos de los cuales se disponían a acampar en la parte superior. El total de la excursión es un senderismo de montaña de unos 9 km de ida y otros tantos de vuelta. Es muy bonito, a ratos verdaderamente espectacular, además de entretenido desde el punto de vista del progreso motriz, por eso de las cadenas, escalas, etc. La verdad es que nos hacía falta ese tipo de acción después de tanto empalme de transportes, aviones incluidos.
Ya de vuelta a la salida del parque era atardecer de barriada en sábado: había jóvenes de botellón en la carretera, que allí es la calle, la vida, la sociedad. Los jóvenes en general eran muy sonrientes y saludaban efusivamente al vernos pasar en los coches, el camión o caminando. Durante el largo regreso rodado, un fascinante anochecer africano anaranjado perfilaba las siluetas de montañas de cumbres planas y extensas.
Tras la ducha me acomodé a escribir en el animado bar africano del lodge, ajeno al ir y venir de los compañeros de viaje. Disfruté de ese breve aislamiento. Allí la música ¡sí! Sonaba a reggae o africana. Después me tomé una cerveza muy social y divertida con la gente a las afueras del bar. De allí empalmamos con otra barbacoa muy animada. Se celebró en unas largas mesas y parrillas situadas bajo un techo y una única pared lateral. Aquella noche, poco habitual, Myriam y yo fuimos de los que trasnochamos algo, empalmando una tertulia donde la barbacoa con otra en el bar.
Drakensberg – Malealea (Lesoto).
Rutina matinal: madrugón, equipajes y, como excepción, un desayuno muy ligero. El camión partía con un día nublado en la primera fase del viaje, que era la misma que la del día anterior. Más adelante nos desviamos, sospecho que hacia el suroeste. En determinado momento empezamos a atravesar el Golden Gate Highlands National Park. Aunque no teníamos previsto detenernos en él, empezamos viendo algunos animales sueltos y grandes espacios limpios con mesetas elevadas en sus alrededores. Después se sucedieron cañones rocosos de areniscas con cornisas voladas en sus bordes superiores, y oquedades enormes en sus paredes. Contemplamos una garganta rocosa y había cierta proliferación de lodges. Resultó un trayecto hermoso y muy entretenido. Así alcanzamos Clarens. Es una población de aspecto muy pijo, turístico y de alto nivel adquisitivo (un par de Ferrari incluidos). Nos esparcimos para un desayuno de media mañana más potente. Nuestro grupo lo formamos seis y nos sentamos en una mesa exterior de uno de los múltiples establecimientos cuquis que abundan por allí. Apenas nos quedó tiempo para visitar una galería de arte local. Al salir por la carretera, casi pegado al núcleo urbano, surge otro gemelo, pero de paupérrima apariencia económica. Era el contraste que fuimos aprendiendo a reconocer a lo largo de todo el viaje: el township correspondiente a la ciudad. La barriada de chabolas en las que vive la gente pobre o más modesta, y que nutre la fuerza laboral más básica que necesita cada población cercana, cada factoría, etc. El contraste es manifiesto.
El origen de los townships parece situarse a principios del siglo XX, aunque experimenta varias fases de evolución y crecimiento.
«Siete años más tarde [1919], una nueva ley, la Urban Areas Act, crea guetos llamados townships donde deben reagruparse obligatoriamente los negros que trabajan en las industrias y las minas. El tono general de la política de los nuevos dirigentes afrikáners hacia los negros está claro: a causa de su color, pertenecen a una raza inferior que debe ser geográficamente separa de las comunidades blancas. Serán, pues, considerados como extranjeros en su propio país, porque este país pertenece ya a los únicos miembros del pueblo elegido por Dios para imponer la revelación cristiana en la tierra de África». (D. Lapierre).
La siguiente cita, es bastante posterior, creo que se refiere a la década de los años cuarenta del siglo XX, muy poco antes de la confirmación institucional del Apartheid:
«Con la promulgación de otra ley, la Group Areas Act, se produce la división del mapa de Sudáfrica que el admirador de Hitler quiere realizar para separar geográficamente a todas las comunidades. Verdadera piedra angular del apartheid, esta ley define los lugares donde deberán agruparse los no blancos; una hábil división que permitirá confinar a los negros en algunas zonas urbanas ya designadas con el nombre de townships y, sobre todo, en las lejanas homelands o reservas, y también en bantustanes destinados a convertirse un día en estados autónomos». (D. Lapierre).
Un detalle que, como aficionado, me llamó bastante la atención, era la proliferación de caballos de montura. Poco a poco fui descubriendo que la equitación es una práctica bastante común en el país, en cierto modo heredada de un pasado ganadero y bélico, en el que los caballos fueron un elemento importante de progreso, supervivencia, etc. Por aquella zona había muchos. Mientras tanto, dentro del camión unos dormían, otros jugaban sobre un par de mesas y había bastante jaleo. El viaje era largo, así que hubo que intercalar alguna parada. La siguiente la hicimos en un típico pueblo de concentración comercial en territorio de granjeros. Allí las propiedades, granjas o ranchos, son enormes y la gente vive lejos, yendo a una localidad para abastecerse, comprar, cuestiones sanitarias o escolares, comerciales y, probablemente, ir a misa… y es que la herencia cristiana en Sudáfrica arraigó con fuerza, tanto la anglicana como, especialmente entre los afrikáners y con nefastas consecuencias, el calvinismo. La ciudad parece un cruce de caminos con un centro comercial, un mercado de aspecto antiguo, el ayuntamiento y una torre de una iglesia algo cercana. Parada anodina en un lugar anodino, que sirvió para ir al servicio y aprovisionarnos de hamburguesas como almuerzo.
Tiempo después llegamos al paso fronterizo con Lesoto. Aspecto de película y advertencia: nada de fotos que por allí los agentes de la autoridad son susceptibles. Tuvimos que pasar el control de cada país, de uno en uno y, entre medias, cruzar andando un río a través del puente que ejerce de territorio neutral. Accedimos a Lesoto por su capital Maseru, que es una gran extensión de edificios de aspecto más bien cochambroso y, sobre todo, miles de chabolas, con algunas casas más convencionales salpicadas por pequeños barrios. La basura alcanzaba también aquí cotas escandalosas. La apariencia de precariedad civil y vital nos acompañó muchos kilómetros, aunque eso no quitaba de ver que, en domingo, algunos se divertían jugando al fútbol en campos de tierra, y otras vestían con uniformes de ejércitos religiosos de salvación. Al alejarnos de Mesura el paisaje mantenía un aspecto de meseta árida elevada y llana, con abundancia de cauces claramente cortados al estilo de las lluvias torrenciales. Lesoto es, en cierta manera, el país más elevado del mundo, o, mejor dicho, de modo inverso, el menos bajo. Y es que, según se nos informó, tiene la cota mínima más elevada del planeta (1400 m).
Por el camino vimos multitud de pequeños rebaños, cada uno de ellos vigilado por su correspondiente pastor, envuelto en una manta. Preferentemente vacas, aunque también hay ovejas o cabras. Abundaba la pobreza y lo cutre, aunque aparecían también casas convencionales. Me perdía cosas porque, inevitablemente, a ratos me renía al sueño. Más adelante llegamos a un puerto de montaña con carretera de tierra. Al coronarlo, se nos abrió un amplio panorama rural como paso a una zona bonita y con una poderosa cordillera al fondo. Su pico más elevado es el Thabana Ntlenyana, con 3.482 m. Al atravesar poblados, los niños corrían sin descanso junto al camión pidiendo algo. Los campos se veían cultivados y roturados con esmero a través de medios rústicos. Allí la agricultura y la ganadería parecían minifundistas. Los pueblos estaban dotados de un depósito de agua exterior por vivienda y se veía un tendido eléctrico de aspecto muy reciente. Entretanto, nuestro avance era muy lento a causa de los enormes baches y socavones.
Nuestro destino era un lodge encantador (Malealea lodge) compuesto por chozas que eran habitaciones dobles con baño. Está emplazado en la aldea de Malealea, al oeste del país y a 1820 m de altura. Un coro local estaba terminando de ensayar en un espacio abierto mientras nos íbamos instalando, el momento fue mágico. Al rato, unos chavales nos dieron un concierto con sus instrumentos hechos a mano con materiales de desecho. Tocaban bien y con ritmo, y acabamos todos bailando con ellos su pegadiza música local. Tuvieron bien merecidas las propinas. La única alerta que se nos disparó es que uno de los básicos pasos de baile que la chavalería aplicó en una de sus canciones fue, tal cual, la coreografía de La Macarena. El poder culturalmente arrasador de la globalización. La jornada culminó (para algunos) con una cena abundante en un comedor anejo al magnífico bar en el que un amable, simpático y eficaz ¿Guti? atendía con alegría.
La pernocta en habitación privada se agradeció, a pesar del fuerte viento que estuvo soplando durante parte de la noche. El desayuno vuelvió a ser contundente, con un beicon especialmente sabroso. El plan era una excursión a caballo. Aunque nos temíamos haberla tenido que suspender por previsión de tormentas, finalmente pudimos hacerla reduciendo de cuatro a dos horas su duración y suspendiendo un tramo caminando hacia una cascada. Un hombre con sus ayudantes nos dotaron de cubrecabezas higiénicos y de cascos más que curtidos, y nos fueron asignando caballos en función de nuestro peso. Eran monturas rurales, pencos de trabajo y turismo, pero tiene mucho mérito (sé de lo que hablo) ser capaz de poner en marcha una caravana de unos treinta animales ensillados entre turistas y guías ayudantes. Mi silla era australiana, las había de todo tipo, por lo general muy castigadas. Una de las acciones de mis estribos era de cuero, la otra de cinta exprés, lo mismo que las riendas. Nada de exquisiteces, pero una sana y agradable atmósfera de mundo rural africano real y sincero. Mi caballo era muy vago, pero enseguida me hice con él, lo sacaba de la línea cuando quería, lo detenía para dejar espacio e incluso lo ponía al trote a ratos. Al principio tratando de disimular por si me reñían, pero después, sobre todo al regresar, a mi libre albedrío, al comprobar la mirada de asentimiento y reconocimiento del jefe de la partida, un hombre algo mayor, delgado, nudoso, vestido con ropas holgadas de trabajo y calzado con unas katiuskas verdes. En la ida me tocó en suerte ir entre los primeros, porque mi caballo estaba cerca de la portilla de salida. La excursión nos llevó por un altiplano de tierra y rocas que se iba acercando al borde de una cañada. Desde allí, debajo nuestro pudimos ir contemplando el lecho de un río que va erosionando un cañón y que se une a otro curso que promete grandes torrentes y erosiones en caso de tormentas. Había algunos pasos en los que los caballos, sin inmutarse, bordeaban los terraplenes.
Hicimos una parada en el punto de mejores vistas de la zona. Soltamos los caballos sin reparos, se veía que se comportaban como manada bien avenida y obediente. De vuelta sobre las sillas, me emparejé con Myriam y le di algunos consejos y recuerdos para que disfrutara más de la experiencia. Lo hizo de inmediato y ambos jugamos con nuestros animales a la vuelta, que transcurría por un itinerario diferente.
Una buena ducha y algo de lectura antecedieron a la comida. Por la novela confirmé que gran parte de Sudáfrica (y probablemente Lesoto) es territorio proclive a la desertización y a la precariedad agrícola derivada de la erosión. Vientos, riadas y periodos de sequía prolongados causan estragos en aquellos territorios en los que no se procuran medidas preventivas o compensatorias. Ha sido un factor más de la pobreza endémica de parte de la población, carente de conocimientos técnicos y trasladada, durante siglos, a los peores territorios, como los anteriormente citados homelands y bantustanes. También me dio tiempo de jugar un poco al tenis de mesa.
Comimos pasta cocinada por Carlos, sentados sobre el magnífico porche del bar. Hizo frío y llovió durante gran parte de la tarde (lo haría casi toda la noche). La sobremesa transcurrió con un café haciendo amistades, sentados en los sofás dentro del bar y con una buena partida de ping-pong en versión dobles.
Un objetivo colateral de este viaje era hacernos partícipes del proyecto solidario Smile, puesto en marcha por Carlos y su mujer. No se trata de un programa de grandes dimensiones, sino todo lo contrario, un pequeño conjunto de acciones modestas pero directas, de primera mano, en las que los viajeros aportamos y recolectamos un dinero con el que, en función de su cuantía, se ayuda en diferentes puntos localizados a nuestro paso. Hubo quien incluso llevó material desde casa, pero la idea principal era comprar las cosas en el destino para así favorecer la economía circular local, generando una doble acción benefactora. Lesoto era uno de los destinos solidarios previstos, a ello dedicamos la tarde. Varios compañeros se emplearon en ordenar lotes de material escolar, ropa, calzado, chuches y comida. Se configuraron 14 lotes, correspondientes a las familias de acogida locales de catorce niños (de ambos sexos) huérfanos. Además, a los que allí fueron se les regalaron balones. En un espacio multiusos se hizo una sencilla ceremonia de entrega que resultó muy emotiva. Personalmente no me impresionó tanto ver a los huérfanos, como a las madres de acogida: sencillas y humildes, al saberlas sacrificadas por aquellos niños, sin que a ellas pareciera sobrarles nada, sino todo lo contrario. Son muchas las fuentes de información, los expertos y los autores que nos insisten en que, si este continente se mantiene en pie (desde un punto de vista humano) es gracias a la fuerza, sentimiento y carácter de sus mujeres (Mamas).
Mientras me estaba tomando un chocolate caliente servido por Guti, alguien nos avisó de que el coro empezaba a cantar. Corrimos hacia la sala para escucharlo y ¡lo aseguro! admirarlo. Tengo una sobrina que es soprano, a la que he visto crecer escuchándola primero con varios coros, así que me atrevo a valorar el de Malealea como toda una delicia. Lo componían hombres y mujeres de diferentes edades, complexiones y voces. Nada de atuendos de gala o uniformes de canto. Una con abrigo por aquí, otros en chándal por allá, el caos de vestimenta que caracterizaba a la población local en general, y, sin embargo… emocionante. Por sus voces, por los temas interpretados, por sus onomatopeyas rompedoras agazapadas entre las letras, y por todo su movimiento corporal acompasado rítmicamente con la melodía. Por si fuera poco, su director, un joven con aspecto de chandalero, abandonaba su posición de dirección una vez iniciada cada canción, para camuflarse en el seno del coro, potenciado su espíritu desde dentro, sin regresar adelante hasta el momento de ir dando por finalizada la melodía. Cada cual tendrá sus recuerdos, pero para mí aquel fue uno de los momentos más emotivos de todo el viaje.
Prácticamente sin interrupción, inmediatamente después del coro, volvió a tocar la banda de instrumentos caseros de la tarde anterior. Dos diferencias: una, que eran más músicos; y dos, que no nos paramos ni un momento a escucharlos pasivamente, sino que desde el minuto uno nos pusimos a bailar con ellos. Juerga de fusión hispano-africana. La Malealea Band volvió a deleitarnos con su ritmo espartano y sus dislocaciones de hombro.
La cena volvió a ser en el comedor del alojamiento, con risas, alegría y buen ambiente, aunque con la amenaza de tener que madrugar, a la mañana siguiente, más que ningún otro día.
Malealea (Lesoto) – Chintsa.
Una de cal y otra de arena. Es lo que tiene un road trip, un día kilometrada en camión y otro actividades locales. Aquel iba a ser el trayecto rodado más largo de todo el viaje. Estábamos advertidos, quizás por eso todos lo llevamos bastante bien. Y eso a pesar de que a lo largo de Lesoto circulamos por carreteras de tierra enfangada y con una fuerte tormenta de lluvia, granizo, truenos y rayos encima. En esta ocasión cruzamos la frontera por un puesto más sencillo. Circulamos hacia suroeste hasta Rouxville y, desde allí, rumbo hacia el sur. Paramos en Maletswai, nada más cruzar el río Orange, para picar algo por nuestra cuenta. Nosotros compramos dulces en una coqueta pastelería de estilo casa de té inglesa, y algunas cosas más en un supermercado.
Pasamos el día viajando con poco tráfico por la N-6 hacia el sur, en dirección al océano Índico, atravesando una comarca semidesértica, caracterizada por un pasto seco, situada entre el Highveld y las Eastern Midlands, y que presentaba algunas colinas cercanas.
Proseguimos descendiendo un puerto que imagino nos propiciaba descender de la gran meseta principal del país, dejándonos en una infinita llanura. Continuamos por Queenstown (Komani) donde pude ver un colegio con tres campos de rugby dispuestos paralelos entre sí. A medida que nos acercábamos a la costa empezaba a aparecer más arbolado, aunque al principio muy tímidamente. Seguía haciendo muy malo y pasé gran parte del trayecto leyendo. Llegados a la costa, aquello es un vergel de vegetación tropical. Nuestro backpacker tenía vistas a una desembocadura que forma un puntal de arena como barrera entre el río y el océano. Sin embargo, el reparto de habitaciones resultó caótico porque llovía mucho y porque la encargada se veía superada. Nuestra habitación de pareja era estupenda. La cama miraba directamente a una pared acristalada y con terraza con vistas a la desembocadura. En todo caso, tampoco le sacaríamos mucho partido por lo malo que hacía, lo tarde que era y el tener que partir a la mañana siguiente. Por el contrario, al bar si se lo sacamos. Nos tomamos una cerveza charlando con nuestro conductor Elías. Luego cenamos con parte del grupo, compartiendo con ellos una botella de vino sudafricano. Un tinto agradable elaborado con uva syrah. La comida fue un diverso menú mexicano de autoservicio. Muy rico y muy sabroso.
Algo que el resto del viaje siguió confirmándome, pero que a aquellas alturas de viaje ya me había llamado la atención, era el asunto de las gorduras femeninas locales de raza negra. Espero que no se me tome como una crítica de mal gusto. Ignoro cuáles son las preferencias estéticas corporales de la población por allí, pero me llamó mucho la atención, desde dos variables de valoración, el nivel de gordura de las mujeres negras. Por un lado, el porcentaje de mujeres claramente gordas. Y por el otro, el grado de tales gorduras, el cual, en Europa, quedaría calificado como de evidente obesidad. Pechos, brazos y barrigas de gran volumetría, que casi se quedan cortos comparados con las piernas y, especialmente, los descomunales traseros. Ignoro si ello es algo que pueda tener que ver con la genética, la cultura, el gusto estético… pero el caso es que, siempre desde una observación azarosa, viajera y no sistemática, no ocurre lo mismo con los hombres, ni con la infancia (niñas y niños), los cuales por lo general están muy delgados.
Chintsa – Parque Nacional Addo.
Magnífico desayuno en el bar de la noche anterior, con vistas al Índico desde su terraza. Un trayecto breve de camión nos dejó en un parque de fauna privado. Creo que el Inkwekwezi. Llegados allí nos dividieron en tres grupos para subirnos a un trío de Land Rover descapotables, pero con toldos, y reforzados para safari. Con ellos realizamos una ruta estupenda y muy entretenida. Ya lo era de por sí por el ajetreo y divertimento provocado por ver a dichos vehículos progresar por unas pistas deslizantes y totalmente deformadas, pero es que, además, en poco recorrido, pudimos contemplar desde muy cerca (insospechadamente cerca) a mucha fauna de gran tamaño. Primero variedad de antílopes, incluidos muchos impalas. Enseguida estilizadas jirafas que nos miraban con total naturalidad. Más tarde nos pasaron a un recinto en el que mantienen sueltos, pero separados de los demás animales, a un grupo de leones, alguno de ellos albino. Se alimentan de las vacas muertas que les ceden los granjeros, por lo que unas veces comen más y otras menos. En aquella ocasión todavía quedaban los restos de una res, así que se les vía retozando, satisfechos y tranquilos. Menos mal, pues calculo que estuvimos detenidos a escasos siete metros de tan formidables felinos. En el resto de la propiedad conviven muchos tipos diferentes animales. Vimos avestruces, ñus (negros y golden), así como rinocerontes, estos sin cuernos porque, por lo visto, la agresividad furtiva es tal, que cuando se enteran de la existencia de alguno íntegro, el animal corre un alto riesgo de morir desangrado tras un ataque nocturno con helicóptero incluido. Tal es la agresividad furtiva por aquellos lares, que los guardas de los parques nacionales reciben formación armada de combate en países occidentales. Finalizamos el recorrido viendo impalas, cebras y algunos otros antílopes más. Una experiencia muy completa e interesante, a pesar de ser conscientes de que este tipo de parques son un recurso artificialmente constituido, en el sentido de adquirir una serie de animales para trasladarlos a un terreno suficientemente amplio como para que puedan vivir y procrear en él, generando una reserva dónde no la había. En todo caso, infinitamente más natural que cualquier tipo de zoológico, por muy respetuoso y de nueva generación que lo sea.
Cerramos la visita con una comida en el restaurante del parque. Desde allí, de nuevo en el camión, regresamos a la cercana costa índica para seguirla hacia el sur y hacia el oeste. Pasamos junto a una ciudad con puerto (¿East London?) y atravesamos muchas rías que desembocan en playas, ofreciendo un apetecible inventario de rutas para palear en kayak. Estábamos abandonando, o acabábamos de hacerlo, la Wild Coast, mientras se sucedían varias poblaciones turísticas de aspecto lujoso y con marinas bien nutridas de embarcaciones de recreo, con algún township de vez en cuando. La costa presentaba por allí un aspecto frondoso tropical que se alternaba con sistemas dunares vegetales. También sectores de praderas primaverales y más muestras de ganadería, así como algunos colegios de aspecto impecable. Tras una parada para compras cerca de una desembocadura, tomamos rumbo oeste como pareciendo perseguir la puesta de sol. Atravesábamos praderas con ranchos vallados y colinas a los lados de la ruta. Un cordal presentaba una masa forestal considerable, algo hasta ese momento poco frecuente en nuestro viaje.
Alcanzamos el Parque Nacional de Addo (Elephant Park) apenas unos minutos antes del cierre de su acceso. Allí procedimos a montar nuestras tiendas de campaña y nos fuimos a cenar a su restaurante. Para mí rabas y vino blanco sudafricano de uva chenin (muy agradable). Tras la cena, Myriam y yo nos acercamos a un punto de agua camuflado para la observación nocturna. No vimos nada, pero la riqueza sonora resultó francamente emocionante. Por su variedad y por el ir y venir de algunos de aquellos sonidos. Todavía estiramos un poco más la noche en un mirador, pasmados ante un fascinante cielo estrellado de noche africana. Un anhelo cumplido. Finalmente, tienda, colchoneta y saco de dormir.
A la mañana siguiente desayunamos de campaña junto al camión, con todo el sistema de mesas, cocina, sillas, etc. extraído de sus arcones laterales y desplegado a su lado. Un equipamiento casi militar. Muy práctico, y capaz de ofrecernos un excelente y completo desayuno. Utilizamos la jornada para disfrutar de un largo safari diurno en el camión. Fue cansado, pero nos permitió contemplar muchísima fauna. El camión tenía la ventaja de portarnos muy altos, superando con nuestra vista la barrera visual natural de los arbustos en aquellos tramos en los que estos surgían desde los bordes de las carreteras o las pistas de tierra. Vimos cebras a placer, reedbucks, kudus, tsessebes y algunos otros tipos de antílopes. También suricatas (puede que algún zorro del Cabo), jabalíes verrugosos, tortugas de gran tamaño, gansos egipcios, pájaros secretarios, avestruces y mucho más. Pero, sobre todo, en abundancia, cercanía, calma y diversidad de agrupamientos y actividad… ¡elefantes! Muchos elefantes, grises o teñidos de rojo. Machos, hembras y crías. Comiendo, bebiendo, jugando con el agua. Una maravilla.
Comimos perritos de salchichas típicas sudafricanas de nuevo en cocina de campamento. El día era especialmente caluroso, pero encontramos mesa, lavabo y fogón bajo la sombra en una de las áreas de picnic del inmenso parque. Por la tarde continuamos recorriendo el parque, trazando otros bucles. El parque es inmenso (120.000 hectáreas si se incluye en la cuenta su sección marítimo-costera), cubrirlo completamente llevaría más de una jornada, no paramos de descubrir y observar fauna a lo largo de toda la jornada. Perdí la cuenta de la cantidad de fotos que pude disparar.
De regreso al campamento me di una ducha y me abrigué de cara a un safari nocturno opcional. Partimos justo al anochecer, en pleno mágico atardecer africano completamente despejado. Íbamos pocos, en un camión pequeño y ligero, con toldo, pero sin ventanas ni carrocería lateral. Nuestro guía hablaba un inglés muy claro. Enseguida se hizo completamente de noche. El camión llevaba encendidas unas luces laterales especiales que no afectan al comportamiento de los animales. A parte de eso, el guía disponía de un potente foco de pistola de largo alcance para señalar y mostrarnos ejemplares en movimiento o quietos, pero alejados del campo visual de los focos. Al principio pensé que nos habíamos equivocado con la opción y que apenas no veríamos nada, o más de lo mismo, pero de noche. ¡Prejuicios! La experiencia fue mágica, de los recuerdos más emocionantes de todo el viaje. Al poco de salir, tras las sentidas muestras de condolencia expresadas por nuestro guía ante la vista de un pequeño pájaro muerto (claro mensaje ecológico de que todos los animales son importantes para el ecosistema, independientemente de su fama o espectacular aspecto), vimos un cercano duiker. Es el antílope africano de menor tamaño (de las dimensiones de una cabra). Temeroso y de hábitos nocturnos. Fueron apareciendo varias liebres de los matorrales, bastante comunes allí y, sorpresa, un par de chacales merodeando por el campo nocturno. Creo que fue justo al verlos cuando un búho nos sobrevoló con una serpiente recién cazada en sus garras, generando un momento de acción francamente atractivo. Concienciados ya de que nuestra noche nos iría deparando el descubrimiento de animales más bien pequeños, una compañera percibió algo más grande: un búfalo. Y un poco más adelante, algunos más. Por alguna razón, el guía no detuvo el vehículo, sino que tiró hacia adelante antes de ejecutar una inesperada maniobra y… entonces, al encender su foco manual, nos descubrió que estábamos en medio de una manada de, calculo, más de un centenar de ejemplares. Machos, hembras y crías amamantándose de las ubres, accediendo a ellas por detrás de los cuartos traseros de sus madres. Impresionante. Especialmente teniendo en cuenta que se trataba de, quizás, el animal más mortífero de África, debido a que es el único que ataca sin ningún tipo de señal de aviso.
Cambiamos de zona y descubrimos, una vez más elefantes. Pero en aquel momento fue diferente. Nos acercamos a uno solitario, el guía apagó el motor y esperó hasta que el animal, poco a poco, mientras arrancaba pasto para comer, rodeándolo con una pata y atropándolo con la trompa, se iba acercando hacia nosotros. El momento fue muy impresionante porque al acercarse por mi lado lo llegué a tener a unos cuatro metros de distancia, temiéndome que su trompa llegara a entrar en contacto conmigo. Un poco más adelante, parados en una pista de tierra, toda una familia vino, alegremente, de frente hacia nosotros, desviando su camino únicamente en el momento en que se encontraban con el frágil camión. Uno, en concreto, el último, era especialmente grande, y fue el que más apuró. Finalmente, todos se quedaron comiendo arbustos a nuestro lado.
Regresamos con el cielo estrellado totalmente desplegado en la noche. Impresionados y felices, contando maravillas a los demás. Cenamos, de campaña, una nueva braai (barbacoa sudafricana) que Carlos borda. Esta a base de cordero y pollo. Nos acostamos por segunda y última vez en las tiendas de campaña.
El asunto de la fauna y los safaris en Sudáfrica me hizo reflexionar algo. Ignoro la situación de la fauna salvaje en el desierto del Gran Karoo, pero, desde mi ignorancia, por lo que pude ver a lo largo del recorrido casi 3000 km, parece que la fauna salvaje terrestre de gran tamaño y peligrosidad (felinos, búfalos y lo que antiguamente se denominaban paquidermos), además de algunas otras especies, ya no existen en libertad total, salvo en los espacios (algunos enormes y generosos) de los parques nacionales o privados. El país, en general, está urbanizado y organizado siguiendo un modelo, más o menos desarrollado según qué lugares, occidental, es decir, internacional o global. No parece que sea cuestión de que las fieras anden sueltas, poniendo en peligro a la gente o ¡importante! los intereses económicos del campo (terratenientes o propietarios minifundistas). Esta realidad civilizada ha generado (por lo visto ya desde hace un siglo aproximadamente, cuando se fundó el Parque Kruger (1926)) que a las fieras se las haya desplazado hacia reservas específicas (algo que trágicamente también se llegó a hacer con los seres humanos en algunas épocas). En ellas pueden vivir de un modo natural, dejando que las cadenas tróficas sigan su curso sin intervención humana. Ni lo critico, ni lo ensalzo. Es una consecuencia del devenir histórico y evolutivo del planeta y del papel que en ello asumen el ser humano en según qué épocas y lugares. Pero sí subrayo que la fauna terrestre se encuentra ya restringida a lugares específicos. Ignoro si ello es extensible al resto de África o no, tampoco me he preocupado por indagar en ello.
Al hilo de lo anterior, me ha dado por pensar un poco en nuestra fauna ibérica. Mucho más modesta en espectacularidad, nuestros herbívoros salvajes (ciervos, rebecos, corzos…) habitan tanto en espacios protegidos como en monte público o comunal. Cruzan carreteras y deambulan por donde se atreven. Lo mismo que jabalís, gatos monteses, zorros, etc. Precisamente, en el caso del lince, los atropellos parece ser su principal causa de mortandad. Fuera de todo ello, hay un par de animales ibéricos que son potencialmente más agresivos o peligrosos: el oso pardo y el lobo. Ninguno de ellos habita en grandes reservas acotadas, sino que lo hacen sueltos. El primero sufrió un gran riesgo de extinción del que, afortunadamente (y tras una eficaz labor de la Fundación Oso Pardo y las administraciones públicas), ya se ha restablecido en gran medida. Deambula por algunas comarcas de la Cordillera Cantábrica y por el Pirineo, dando muestras de un claro crecimiento poblacional. Y luego está el lobo. Y con él la reciente polémica. Hubo lobos en toda la Península. Sin embargo, llegados a los siglos XX y XXI, únicamente han permanecido en Galicia, algunas zonas de Castilla y León, Asturias y Cantabria. Comarcas en las que, con sus tiras y aflojes, la población y el depredador han seguido conviviendo desde siempre. La polémica llegó con una ministra. Dicha mujer, para salirse con la suya en este tema particular, decidió que la estrategia a seguir con el lobo se decidiera con el concurso de todas las CCAA españolas. Es decir, con las que han sido capaces de preservar al lobo y con las que no lo fueron. Y, curiosidades de la política, lo que se decidió fue con la negativa de las CCAA con lobo, y el apoyo de las que en el pasado acabaron con él. Democracia estratégica. Ello está generando un marcado malestar en la población ganadera de montaña de las comarcas con lobos, mientras quienes no sufren el problema miran para otro lado y lavan sus conciencias. El malestar está haciendo germinar un renovado odio hacia el lobo en comarcas que ya se habían acostumbrado a convivir con él en poblaciones moderadas. Ignoró cómo acabará todo esto, pero cuando en una sociedad se inocula un odio atávico, las consecuencias suelen ser nefastas y tienden a perpetuarse durante varias generaciones. Lo bueno de todo esto, lo esperanzador, es que todavía no hemos llegado al punto de tener que crear reservas (algo de lo que es fácil alardear sin vernos amenazados por los leones u otras especies potencialmente peligrosas).
Toda esta discutible perorata obedece a aquella primera cuestión que no llegué a formular pero que ha quedado implícita: ¿existen fieras sueltas en Sudádrica, fuera de las reservas? He osado a imaginar una respuesta parcial, pero la verdad es que no lo sé. Tras haber pasado por tres safaris, se me ocurrió otra cuestión de carácter más sociológico y que mantengo sin respuesta. De los aproximadamente 60 millones de habitantes que tiene Sudáfrica, ¿cuántos no han visto jamás un elefante en libertad?
Parque Nacional Addo – Nature’s Valley (Parque Nacional Tsitsikama).
Tocaba desmontar tiendas y guardar todos los enseres de acampada en el camión. El grupo fue muy eficaz en la tarea, así que empezamos a atravesar temprano algunas llanuras que todavía nos mostraron animales. Acometimos un largo trayecto de pastos llanos con colinas bajas a ambos lados, llegamos a una costa dunar y bordeamos Port Elizabeth. Hicimos una parada de descanso, café y compras en una localidad de ambiente surfista llamada Jeffrey’s Bay. Excelentes casas con protección afilada, electrificada o ambas. El grupo se disgregó temporalmente. Nosotros tomamos un café con una playa del océano Índico a la vista. Había oleaje, por lo visto, la localidad suele ser sede de campeonatos mundiales de surf, así que todas las marcas famosas del sector tienen tiendas allí. Estaban de rebajas… ¡compramos!
De nuevo en la carretera, entramos en la Garden Route, pasando del East Cape al West Cape. El paisaje recordaba a las películas de Hawaii (nunca he estado allí), con una abrupta cordillera costera a la derecha y el mar a la izquierda. Todo ello con exuberante cobertura vegetal. Nos comentaron que algunas madereras españolas están repoblando con pinos lo que es (y/o era) masa forestal tropical endémica. Cada pocos kilómetros atravesamos cañones estrechos y profundos, trazados por los ríos en su vertiginoso descenso desde la inmediata cordillera. Y así, acabamos llegando al Parque Nacional Tsitsikamma.
Es costero, rocoso y bañado por un mar luminoso y, en aquella ocasión, embravecido. Hay muchos monos deambulando por allí. También lo que parecen damanes del Cabo (grandes roedores). Acometimos un sendero que, tras iniciarse por un entarimado dispuesto entre rocas y vegetación, discurre por varios puentes tibetanos de bastante longitud. El último de ellos cuelga sobre la desembocadura encañonada de un río. Debajo había piragüistas, pero se nos había advertido de que esa opción resultaba ridícula por su brevedad de recorrido. Continuamos superando un gran desnivel mediante escalones de madera, roca o piedras. Finalmente, se llega a la parte elevada de la costa, donde hay una tarima espaciosa que ejerce de mirador hacia el mar. Hacía un bonito día. Al regresar me detuve en una cala pequeña dispuesto a darme un baño. El primero de mi vida en el Océano Índico. El agua estaba fría, pero nada exagerado. Aunque la cala está protegida por unos arrecifes que hacen de barrera, había fuerte resaca, así que me pegué unos chapuzones y salí enseguida. Me constaba que fuera hay abundancia de tiburones blancos.
De nuevo en el camión, nos desplazamos hasta Wild Spirit. Es un backpacker de aspecto hippie con varios barracones cómodos, un espacio bajo toldos con fuegos, un magnífico salón construido en madera, al estilo del oeste americano, y un bar-terraza insertado en medio de un frondoso bosque. Nos encantó. Opté por una ducha exterior que se convirtió en todo un placer para los sentidos. Un parapeto de arpillera verde utiliza un árbol como estructura principal para conformar un cuarto de baño que, de la cintura para arriba, por delante se abre completamente hacia el bosque. Parecía haber sido diseñado por el decorador de Vilma Picapiedra (Pedro no tenía la sensibilidad estética suficiente como para algo así). El agua salía perfecta y te duchabas mirando al bosque con tu desnudez incorporada al ecosistema.
La cena fue a base de puchero sudafricano (potjie). Se cuece lentamente en una olla metálica especial habiendo colocado todos los ingredientes principales por capas, cual si fueran estratos. Myriam y yo lo acompañamos con una botella de blanco sudafricano. El vino en el país es bueno, y barato para nuestra referencia de origen.
Tras la cena surgió una velada muy animada. Elton, nuestro guía colaborador, marcaba ritmos con un djembe, poniendo otro a disposición de quién lo desease, mientras estábamos sentados alrededor de un fuego. Algunos probaban con mayor o menor acierto. Myriam se motivó y se empeñó con ganas, logrando que todos nos animáramos con palmas, cánticos, gritos y bailes. El licor-café corría por las gargantas. Un síntoma más de la conexión sudafricogalega que define a Carlos. Lo pasamos genial en lo que se nos antoja que fue una juerga africana.
(Imagen de algún miembro del grupo). |
La costumbre y la luminosidad me despertaron muy pronto a la mañana siguiente. No había prisa, así que nos lo tomamos con tranquilidad: anotaciones en el diario, un desayuno muy completo, un paseo hasta un cercano árbol milenario y el uso de un retrete ecológico en el bosque. Sin agua, esta es sustituida por una arena especial que había que echar sobre los residuos propios evacuados.
Aquel día hicimos una excursión en kayaks dobles. Partimos del arenal de una laguna interior, de las muchas que se forman en las desembocaduras fluviales que dan al Índico. En vez de formar un puntal de arena abierto en uno de sus extremos, que es la configuración habitual en mi tierra, allí se forma una barrera de arena completa que únicamente se rompe en un estrecho paso de agua aproximadamente en medio. Los kayaks eran dobles, largos y de fibra. Todos abiertos menos el nuestro, que era algo más antiguo. Aunque pesaban mucho e iban cargados con comida, es infinitamente mejor disponer de ese tipo de kayaks, en vez de los cortos y rechonchos plásticos que acostumbran a ofrecer en la mayor parte de los alquileres, y que ralentizan enormemente la navegación. La laguna tenía muy poco calado, por lo que había que estar muy atentos a no quedar embancados durante los primeros tramos de la excursión, ría arriba. Hacía sol, un día precioso. Llevábamos un ritmo de gran grupo, con muchas paradas de reagrupamiento a causa de la disparidad de velocidad de avance. Se veían diversos tipos de aves, y una foca nos acompañó emergiendo y sumergiéndose cerca de nuestra flota. El río se iba escarpando progresivamente por ambos flancos, anunciando lo que, probablemente, más adelante sería un cañón, aunque sin llegar a estrecharse demasiado. Antes de ello, en las riberas aparecieron agrupaciones de casas lujosas.
En cierto momento, atracamos en una ribera y dimos cuenta de un picnic excesivo a base de zumos, café, fruta, emparedados, pasteles, dulces, etc. Al menos a Myriam y mi nos hubiera gustado haber comido mucho menos (o no haberlo hecho) y haber avanzado mucho más a través del cañón, mientras hubiera seguido habiendo aguas tranquilas. Iniciado el regreso, empezó a soplar un fuerte viento racheado frontal. Bajó la temperatura y hubo que apretar el paleo. Hicimos una parada en la barrera de dunas, para asomarnos al mar caminando. Estaba embravecido con muchas olas rompiendo desordenadamente. De regreso a la laguna, hacia el tramo final de la excursión, pudimos contemplar a dos águilas pescadoras africanas. Llamadas pigargos vocingleros, son diferentes a las águilas calvas norteamericanas y a las pescadoras que habitan cerca de mi casa en el Cantábrico. Las africanas son oscuras, pero presentando mucho plumaje blanco como contraste. Les ocupa toda la cabeza, parte del pecho y el abanico final de la cola.
(Imagen: Eva). |
(Imagen de algún miembro del grupo). |
(Imagen: Carlos). |
(Imagen: Carlos). |
Una vez desembarcados, nos cambiamos de ropa en una porción de césped junto al camión, y fuimos hasta la terraza de tarima de un bar-restaurante con magnífica vista de Plettenberg Bay. Allí despachamos una comida sencilla, mientras un hombre entrado en años amenizaba la velada con su guitarra, apoyándose en unas bases pregrabadas. Improvisadamente nos fuimos animando, primero dando palmas y luego cantando. Él se fue viniendo arriba tratando de darnos cancha y, buscando temas conocidos o populares, acabamos montando una verbena espectacular bailando por toda la terraza. Los atónitos clientes optaron por tres opciones: quedarse pasmados, filmar la movida con sus teléfonos o unirse a nosotros. Varias camareras se nos unieron. En especial una joven y marchosa negra se motivó tanto como se le espera a la artista de turno a la que encargan el miniconcierto del intermedio de la Superbowl, y llegó a subirse a una mesa varias veces para arengar a las masas. Acabamos dando una generosa propina colectiva al agradecido músico y la entusiasmada camarera. Todo hay que decirlo, por segunda vez en nuestro viaje austral, La Macarena hizo acto de presencia y fue, sin ninguna duda, la que consiguió que incluso un matrimonio veterano local se uniera al baile. La globalización no perdona.
Finalmente, la juerga fue decayendo y abandonamos el local ya de noche. El trayecto en camión terminó de aplacarnos o narcotizarnos, y al llegar al alojamiento cada cual se fue a sus habitaciones colectivas.
Nature’s Valley – Wilderness.
A la mañana siguiente volvimos a disfrutar de un desayuno relajado e ideal en esa especie de bar-terraza tan bien integrado en el bosque. Había amanecido nublado. Con el camión, nos acercamos a un township próximo para rematar otra de nuestras acciones solidarias del proyecto Smile. Se trataba de comprar comida no perecedera y completarla con algunos balones. La compra de la comida se hizo allí para, de paso, reactivar un poco la economía local. Primero nos detuvimos un momento en medio del township. Era domingo, y algunos hombres y mujeres entraban, con aspecto de ir más arreglados de lo habitual, a una especie de cobertizo desde el que escuchábamos altas voces que se contestaban a coro, como si de salmos religiosos se tratara. Aparte de la precariedad de los inmuebles, llamaba la atención la densa red de araña que formaba un laberíntico tendido eléctrico a base de nodos, empalmes y postes superpuestos sobre toda la concentración de chabolas.
Desde allí nos acercamos (en el camión) hasta la casa de una mujer blanca mayor. Era viuda de un pastor (de almas) holandés. Ella y otro organizador que nos había guiado hasta allí eran los responsables del proyecto de comidas solidarias gratuitas al que iba destinada nuestra aportación. Calculaban que lo entregado daría para 400 comidas semanales durante medio año. No está mal. A uno le sienta especialmente bien este tipo de solidaridad, cuando se hace en contacto tan directo con los destinatarios: primera mano y sin intermediarios.
Continuamos nuestro viaje y salió el sol. Alcanzamos Cape Robberg. Allí iniciamos una preciosa caminata costera elevada, con un permanente y poderoso olor a marihuana que no es tal, sino que procede de un tipo de arbusto de aroma muy similar. Había vegetación arbustiva costera muy generosa en florecillas de diversos tipos. A nuestra izquierda se divisaba la bahía de Plettenberg al completo. Con oleaje y algunos surfistas. Se supone que, desde nuestra posición, muchos metros por encima del mar, en días de agua algo más tranquila, pueden verse las siluetas de tiburones blancos nadando. No fue el caso. A cambio, sí que divisamos, justo debajo nuestro, una superpoblada colonia de focas. Lobos marinos del Cabo. Muchos nadando, otros retozando o sesteando sobre las rocas. Alcanzamos una gran duna que, en un punto concreto, hacía de collado entre la vertiente este y la oeste del cabo. Descendimos por la este. Algunos corriendo, otros rodando. En su base, un hermosísimo istmo de arena formaba una playa con dos orillas opuestas y que apuntaba hacia un promontorio rocoso. Aproveché el momento para darme un baño en la orilla de la derecha. Mi segundó cole en el Océano Índico. Elegí aquella orilla porque tenía un oleaje más suave. Aun así, aunque me sumergí completamente varias veces, no pasé de mayor profundidad que un metro, porque el asunto de los tiburones acongoja. La temperatura del agua me pareció mejor que la del baño anterior. Completamos la caminata, que era circular, por un entretenido tramo de acantilados rocosos, incluida una cueva.
Mientras nos reagrupábamos, algunos tomaron café en un modesto puesto. El café en Sudáfrica es bueno, pero en aquel momento yo opté por un chocolate. El café se suele poder pedir en un amplio abanico de opciones. El americano puede que sea el más habitual, pero también tienen capuchinos, expresos, moka... ¡y cortado! Sí, literalmente cortado, aunque el que yo pedí en una ocasión en realidad equivaldría aquí a un café con leche.
Tras un nuevo tramo costero de camión, paramos en Wilderness para que cada cual comiera por su cuenta. Lo hicimos en un pequeño núcleo poblacional de aspecto claramente veraniego, turístico o pijo. A pesar de ello, se nos advirtió de que, si alguien quería pasear por la playa contigua, no accediera a ella en solitario teniendo que pasar por un túnel peatonal. Nosotros hicimos pandilla con una parte del grupo que tuvo que sentarse en dos mesas en un restaurante de muy buena pinta. En concreto, nosotros con dos murcianos muy majos. Me pedí un surf and turf muy sabroso, versión local de nuestros de mar y tierra.
Nuestro siguiente backpacker resultó tan hippie como el anterior, pero en una versión menos auténtica o quizás más posmoderna (espero aclararlo un poco más adelante). Abundaba el personal descalzo, los varones de largas melenas y los atuendos etno-naturistas. En un bosque se desplegaba la típica configuración a la que ya estábamos acostumbrados: diferentes edificios esparcidos por allí sin un orden aparente. Baños, recepción con biblioteca, cocina exterior, zona de barbacoa, servicios… y dos referencias clave: una gran choza-bar y una casa de aspecto colonial más grande. Nos alojamos en ella en habitaciones colectivas. El edificio databa de 1814 y tenía un alargado y estrecho porche exterior con sofás que le daban un melancólico aire de película de ambiente tropical. Algunos de los edificios tenían los tejados de juncos, acabado que, junto con el de hojalata (chapa ondulada) son de lo más abundante por todo el país.
Me duché en una especie de servicios ubicados en un patio central de la vetusta casa, y me encaminé a la choza principal (el bar). Allí, con acogedora atmósfera, lograda a base de luces cálidas y decoración afro-psicodélica, había un concierto en marcha. Un joven melenudo multi-instrumentista se fajaba con elocuente esfuerzo corporal tratando de integrar sus solos de guitarra, bajo, saxofón o flauta travesera con unas bases muy próximas a un tecno oscuro. Con alguno de sus instrumentos lograba sacar reminiscencias jazzísticas clásicas, con otros, en mi humilde opinión, ruido sobre el ruido de la base. La concurrencia intentó adherirse al flujo sonoro, pero acabó desertando. Todos menos una. Una fiel seguidora que se mantuvo danzarinamente activa casi todo el tiempo, aunque en versión comedida. A mí me dio la impresión de que entre ella y el intérprete debía de existir alguna conexión afectiva. Algo que me quedo medianamente corroborado cuando, finalizada la performance, ella se encargó de pasar la gorra y ambos se reunieron después para tomar unas copas. Ante un ambiente tan peculiar, me dediqué expresamente a revivir una de aquellas noches de juventud en las que tanto disfrutaba observando, socializando verbalmente y estableciendo conexiones entre el personal allí presente, que en esta ocasión daba mucho de sí. Aquello parecía una especie de rincón del Concierto para Bangladesh o del Festival de Woodstock, pero en miniatura, viajado en el espacio y en el tiempo, y escenificado por gente que no había nacido cuando aquellos dos eventos se celebraron. Aparte del músico de las greñas y su obnubilada novia, destacaron, por sus papeles estelares Lorenzo y su novio (sobre todo Lorenzo, al que hay que reconocerle un papel fundamental como nexo social y narrativo de tan divertida velada, y de quién se hubieran sentido orgullosas su madre colombiana y su abuela peruana). También el barbudo Andrei, de habilidosos y enjoyados pies, esforzado afán en el aprendizaje del español, y demostrada paciencia con una de nuestras más animadas amigas (quizás su atuendo estilo Job dotara a su persona de esta última cualidad). Bárbara (Bee para los amigos) que es online English teacher for chinese people, resultó afable y diplomática y, si mal no recuerdo, casi la única chica de entre la concurrencia local (aparte de la rubia placadora que casi nos desguaza a uno de nuestros más irónicos compañeros de viaje). Luego estaban number one, number two y number three, los tres un buen ejemplo de la tendencia mayoritaria de aquella noche. Y es que, por lo visto, conocedor el vecindario de la inminente aparición de un grupo español aquella noche, se habían acercado con ánimo de fiesta y (tenía toda la pinta) si se terciaba, algo de caza o pesca. Mal coto o caladero, teniendo en cuenta que nuestra media de edad era bastante elevada y el grupo lo constituíamos muchas parejas, y, entre los singles, más hombres que mujeres. Por eso pienso que el nombre del sitio Hadas y gnomos no estaba bien pues puesto, pues allí había mucha más abundancia de gnomos que de hadas y, que quieren que les diga, incluso algún troll.
No he incluido en este reparto a los camareros a quienes dejo para el día siguiente, tan solo un par de comentarios. Uno de ellos, llamado Wesley, fue prontamente rebautizado como Muesly por nuestra experta en idiomas nivel C1. Al fin y al cabo, desde un punto de vista puramente fonético, bastó con darle la vuelta a la M inicial. El otro detalle fue que, tanto el personal de servicio como los parroquianos, creo que eran todos blancos. No me preguntéis por qué.
Se bebieron copas y nos reímos muchísimo. Confieso que me pasa igual en las bodas, me divierto más interactuando con conocidos y desconocidos que bailando. Todavía nos dio tiempo de cerrar la velada celebrando un cumpleaños con unos licores infames, y de cenar bajo la lluvia una braiee de avestruz y springbok. De verdad que cuando le cuento a la gente aquella noche, la mayoría no me cree. Yo la recuerdo con cariño, aunque no me acosté de los últimos, quizás porque en algunos momentos un sexto sentido me hacía recordar la película de Abierto hasta el amanecer.
No había prisa al día siguiente, entre otras cosas porque llovía y había estado lloviendo mucho, por lo que nuestra opción de ruta en kayak fluvial quedaba descartada. Pronto, nosotros mismos comprobaríamos como el río en cuestión bajaba con demasiada corriente como para palearlo en contra. El desayuno fue bastante caótico porque la infraestructura y ritmo del alojamiento, de talante más bien relajado y fluido, no se adecuaba bien a un grupo numeroso que pretendiera desayunar con todos sus componentes a la vez. Había que apuntarse en una lista de espera y elegir entre opción dulce o salada. Pero, a todo nos amoldábamos sin problemas. Pospusimos la actividad hasta las 11, así que aproveché para leer y tomar notas en el decadente (me encantaba) porche de la casa principal. Salimos finalmente a caminar tomando un sendero selvático que partía del extremo de un sencillo puente mixto (compatible para automóviles y tren). Aquello era también parte del Parque Nacional Garden Route. El sendero, que remontaba el río por una de sus riberas, ofrecía mucha variedad de vegetación tropical, una densa riqueza de sonidos y la vista de algunos ejemplares de aves desconocidas hasta entonces para nosotros. Por ejemplo, un knysna turaco loerie que permanecía posado en unas ramas. Había que cruzar el río en una balsa por tracción de cabos, pero estaba desmontada por el riesgo de riada, así que continuamos por la misma ribera, pero el sendero se fue estrechando y complicando, con rocas y escaleras de madera, para acabar cerrándose. Nos dimos la vuelta. No pudimos llegar nuestro objetivo, que era una cascada.
El resto del día era libre. Nos acercamos en el camión hasta el pueblo lujoso del día anterior. En la playa, algunas personas pescaban con caña grande clavada en la arena. Myriam y yo nos decantamos por una comida en pareja en la amplia terraza de un restaurante (The Girls) que nos habían recomendado el día anterior (más tarde otros optarían por el mismo establecimiento). Fue un estupendo (y nada caro) homenaje, que no sería el último. Ella pescado del día, yo gambas al curry con arroz basmati, y los dos postre. Además, una botella de Chenin blanc sudafricano. Excelente momento. Para el café nos trasladamos a una plaza peatonal de varios niveles en la que se ubicanban algunos puestos de mercadillo. Nos sentamos junto a una chimenea y avisamos, al verlos pasar por fuera, a un par de parejas del grupo.
La tarde discurrió tranquila con ducha previa, lectura (mientras algún tipo de mustélido negro correteaba por el jardín) y vagabundeando por los diferentes espacios al aire libre del backpacker, que estaban decorados con motivos artesanales de fauna. También algo de charla casual con diferentes miembros del grupo. Terminamos con una cena ligera.
Aprovecho el momento para añadir dos detalles. El primero extensible a todo el viaje. La mayoría de las tardes o noches, muchos de los componentes del grupo se entretenían con animadas partidas de billar americano. Había mesa en casi todos los alojamientos. Por otro lado, también se pusieron en marcha estruendosas y competitivas partidas de rummikub, un juego de tipo numérico. No he dado cuenta de ello antes porque nunca participé de ninguno de esos dos entretenimientos. No me van los juegos de mesa, de azar ni el billar, pero aseguro que generaron mucha diversión entre quienes optaron por ellos.
Y puestos a hablar de juegos de mesa, aquella última tarde, dos de nuestros compañeros se integraron en una maratoniana timba de póker que, por visto, celebran algunos miembros del servicio del alojamiento una vez a la semana. Dura varias horas, está regulada por una pantalla digital que colocan junto a la mesa, se juega con dinero y las apuestas son crecientes. Es una partida de aspecto tremendamente serio, lo cual resulta especialmente chocante al ver la gravedad con que se la toman unos jóvenes participantes con aspecto de hippies setenteros. El binomio paz y amor chirría un poco al verse fusionado con una marcada actitud de tahúres. Impresionaba, especialmente, la mirada incisiva, calculadora y ambiciosa de una Wendy (no la de Peter Pan, sino otra) que, vestida con sedas orientales y caminando descalza, nos había estado sirviendo cervezas la noche anterior.
Widerness – Hermanus.
Amaneció lloviendo. Empezamos con un nuevamente lento desayuno y algo de retraso en la partida a causa de las devoluciones de la lavandería. Durante el trayecto en camión vimos torrentes con cursos torrenciales y el mar agitado, revuelto y marrón. Una audaz línea de ferrocarril mostraba un trazado muy costero con túneles y viaductos. Más adelante, la carretera se alejaba de la costa después de abandonar la Garden Route. A partir de entonces se sucedían inmensas praderas llanas que, poco a poco, se iban ondulando cada vez más. Aparecieron grandes extensiones sembradas con cereales. Por su parte, la tierra, cuando se dejaba entrever, era muy rojiza. Vimos una granja de avestruces. El viaje por carretera continuaba. A la derecha emergió un empinado y sombrío cordal bastante imponente, por el que descendían abruptos arroyos espumosos que contrastaban sobre su oscuridad. Totalmente blancos, dando saltos y generando cascadas, me recordaron a Islandia.
Hicimos una parada en un área de servicio para comprar unos bocadillos de tortas de pan, que son populares por allí. Resultaron muy sabrosos. Los nuestros fueron de pollo, lechuga, queso feta y salsa. La ruta seguía atravesando un mar de lomas de cereales, salpicado de rollos segados. Era muy extenso. Se interrumpió con la aparición de otro township y una zona de charcas con muchas aves acuáticas. Pude distinguir algunas fochas comunes. El viaje seguía, al acercarnos de nuevo a la costa, la diversidad de matorral silvestre se apoderó del paisaje mientras el viento soplaba con fuerza. En un instante vi un avestruz paseándose por la pista de aterrizaje de un aeródromo en el que la hierba crecía en las junturas de las placas de hormigón.
Llegamos a Struisbaai. Es un bonito pueblo blanco en el que la mayor parte de sus casas unifamiliares, tanto las nuevas como las antiguas, están encaladas o terminadas en ese color. Había algunas que parecían tener muchos años (incluso siglos) y se asemejaban a las modestas viviendas de los pescadores escoceses. Cape Agulhas, que es también Parque Nacional, es el punto más meridional del continente africano. Paramos allí y lo disfrutamos con un tranquilo paseo. Había salido el sol y el mar estaba activo y precioso. Durante la aproximación habíamos podido ver con cierta nitidez la línea marcada por la diferencia de color de los dos océanos, más turquesa, al este, el Índico; más oscuro (marino), al oeste, el Atlántico. Allí no hay acantilados, es un cabo muy plano y sin elevación. Hay rocas y había oleaje. También otra línea, esta física y artificial, marcada en el suelo, junto a un monolito y un mapa en relieve de todo el continente africano.
Tras la visita, regresamos en el camión atravesando campos empantanados por las lluvias recientes. Seguía habiendo muchas aves. Alcanzamos otro valle de ondulaciones cultivadas. Era muy hermoso. Al oeste se nos presentó una cordillera. Al aproximarnos a ella aparecieron muchos viñedos. Eran extensos, luminosos y muy prietos, dando la sensación de tener las hileras de vides plantadas muy cerca unas de otras. Las grandes casas de referencia de cada dominio estaban muy separadas entre sí. Ascendimos y atravesamos la cordillera, que nos mostró una gran elevación al norte. Descendimos hacia el oeste contemplando un panorama muy llano en el que apareció una laguna pegada a la costa, separada del mar por una línea de dunas completamente cerrada. Estábamos en Hermanus. Una extensión residencial amable y casi sin señales de autoprotección en las viviendas, (primera vez que nos ocurría). Su centro es moderno, acogedor y de corte y nivel claramente europeo o norteamericano.
Nos alojamos dos noches seguidas en un backpacker más convencional, con habitaciones privadas. Al llegar, en un descampado que había, un joven dirigía muy seriamente el entrenamiento de un equipo de chavales que bien podrían ser infantiles. El terreno era irregular, reseco y herboso. No había porterías, pero la sesión se llevaba a cabo con rigor. Era el momento oportuno para que Javier les propusiera la entrega de unos equipajes donados por la RS de San Sebastián.
Una vez instalados nos desperdigamos. Nosotros paseamos por la costa, sorprendiendo a varios damanes del Cabo con crías, rondando por el antiguo puerto. Por la tarde estaba todo cerrado menos la hostelería, que allí es muy abundante. El lugar nos regaló un magnífico atardecer en la gran ensenada, ribeteada por un arenal kilométrico. Nos tomamos un blanco con otra pareja, y acudimos a una cita de reagrupamiento para cenar todos juntos en la terraza de un restaurante.
El día siguiente amaneció espléndido. Ni una nube en el cielo. Desayuno ligero y en camión hacia el puerto. Allí tomamos un barco turístico para salir a avistar ballenas. Navegamos todo el tiempo con mar de fondo lateral. Casi completamente recorrida la larga ensenada, descubrimos los primeros ejemplares: unas madres con crías de comportamiento muy tranquilo. Más adelante, llegaba el espectáculo con varias jorobadas en acción: saltos, aletas a la vista y alguna cola en maniobra de inmersión. Me pareció una experiencia fantástica. Me emocionó, tomé fotos y disfruté a tope del momento. No necesito escribir más sobre ello porque lo tengo nítidamente grabado en mi recuerdo.
Al regreso de mi viaje de Sudáfrica, me encontré en Cantabria con unos días de tiempo excelente, casi veraniego. Al llevar a la playa al perro, incluso me bañé un par de días, y me sorprendí a mí mismo contemplando el mar, que estaba precioso, anhelando la aparición de alguna ballena, algo imposible porque ya no las hay. Digo ya, porque las hubo. Y en abundancia. En especial la ballena franca.
«El año 1650 es considerado el año en que virtualmente se dio por extinguida comercialmente la ballena franca glacial en el Atlántico norte oriental. Esta ballena que fue conocida como la ballena de los vascos, se acercaba a las costas del Cantábrico los meses del otoño e invierno desde las frías aguas del Mar del Norte. Estos meses en los que las ballenas buscaban aguas templadas y lugares seguros, se producían dos importantes episodios en sus vidas: nacían nuevos ballenatos y se apareaban. Durante esta estancia, las ballenas más débiles y algunos ballenatos más jóvenes o recién nacidos terminaban muertos en las playas. Los pescadores vascos aprendieron rápido a obtener aceite de su grasa y también a diferenciarlas de otras especies. Las veían nadar a lo largo de la costa, entrar en los refugios naturales que la orografía costera les ofrecía y año tras año comenzaron a familiarizarse con su presencia. Con el tiempo dejaron de esperar a que encallaran en las costas y salieron al mar en su busca. Así comenzó la caza comercial de la ballena y los pescadores vascos fueron quienes la iniciaron»[3].
Chovinismos vascos aparte, las ballenas francas frecuentaron el Cantábrico hasta que el abuso de su pesca por parte de los pescadores de todo su litoral (desde Galicia hasta Guipúzcoa) acabó con ellas. De hecho, la misma fuente explica como la temporada de caza de las ballenas se iniciaba con el invierno en Guipúzcoa y se iba trasladando con el paso de los meses invernales de este a oeste, para finalizar en Galicia en marzo. Siendo allí, en Galicia, donde se dio por extinguida la especie en 1802. Mal asunto.
Aquella misma semana del regreso, una tarde, todavía con muy buen tiempo, me embarqué en una trainera en la que suelo remar. Volví a disfrutar de una magnífica tarde en la mar, pero volví a sentir nostalgia por las ballenas. La trainera no fue un barco ballenero. Al contrario, fue la evolución necesaria de las chalupas balleneras del Cantábrico, cuando, una vez extinguidas las ballenas, los botes debieron adaptarse funcionalmente a la pesca de otras especies (sardinas y bocartes) y otras artes[4]. Será difícil que volvamos a ver ballenas en el Cantábrico. Acabamos con ellas hace siglos, con ese desenfreno por el progreso y el desarrollo que tanto nos caracteriza. Nunca las había echado en falta hasta ahora, hasta después de haberlas visto disfrutar en libertad en las costas sudafricanas.
De regreso a Hermanus, nos vestimos de corto en el alojamiento e hicimos plan particular para sacar provecho a nuestro gusto en un resto del día libre. Me consta que todo el mundo disfrutó de sus planes: compras, excursión senderista, partido fe fútbol local, etc. Nosotros estuvimos de compras en un nutrido mercadillo en el centro, donde hicimos acopio de ropa local. Para comer, nos sentamos en un restaurante especializado en carne. Curada en seco o húmeda (más convencional). Myriam se decantó por un solomillo del segundo tipo de proceso, y yo por una atractiva pieza del primero. En la mesa disponíamos de sendas anatomías gráficas de las piezas de una vaca. Y en mi caso, traían las piezas secas envasadas al vacío para que eligieras cuál te ibas a comer. Quedamos muy satisfechos y acompañamos las viandas con un tinto sudafricano de uva syrah. Después, tras un café al sol, que acabó de achicharrarme la cara, regresamos al restaurante para recuperar un móvil extraviado. Apareció, él móvil y un simpático grupo de compañeros de viaje con quienes echamos unas risas.
La tarde la dedicamos a visitar varias galerías de arte, que abundan en una zona cercana a la calle principal. Había de todo, desde arte africano autóctono hasta propuestas contemporáneas innovadoras, pasando por clasicismos, atrevimientos, influencias, etc. Tanto pintura como escultura, tapices y otros tipos de expresiones artísticas. Como siempre ocurre con el arte, algunas piezas no nos gustaron nada y otras nos entusiasmaron. En concreto, descubrimos una gran galería de dos pisos alrededor de un patio, con trabajos excelentes (Walker Bay Modern Art). Nos llevó su tiempo disfrutarla, adquirimos una colección de tarjetas de paisajes desolados del veld, con los que planeamos componer un cuadro recopilatorio, e incluso estuvimos charlando con su atento encargado Jay Conradie. Una tarde cultural muy agradable.
Por la noche nos dimos otro homenaje en pareja sentados ante el ventanal abierto de una torre que daba a la bahía. Plato caldoso de pescados y marisco al curry con guarnición de arroz y otra botella de Chenin blanc al coleto. Memorable despedida de Hermanus.
Hermanus – Ciudad del Cabo.
En realidad, no, porque una vez desayunados al día siguiente, el camión abandonó Hermanus pasando junto al township adosado que le nutre de trabajadores. La tónica habitual en este país: ciudad o localidad moderna, civilizada, turística y más que digna, con una barriada pobre cercana que le proporciona mano de obra barata.
Precisamente, tras tomar inicialmente rumbo norte, encontrando de nuevo grandes extensiones de viñedos, y después de superar otro puerto de montaña para atravesar una cordillera, alcanzamos el gigantesco township de Khayelitsha. Es impresionante. Héctareas y hectáreas de chabolas o habitáculos precarios acinados y sobrevolados por un entramado de tendido eléctrico. Una amalgama de chapas, escoria y seres humanos que alberga 400.000 personas (según la Wikipedia). Es uno de los townships nodriza de Ciudad del Cabo.
Treinta y tres años después de haber finalizado el apartheid, uno se pregunta cómo es la vida actual en aquel país. Lógicamente, no hay una respuesta sino múltiples, dependiendo de los entornos, provincias, localidades, clases sociales, etc. Por eso leí con mucho interés a una autora (Matlwa Kopano) que puede quedar bien encasillada dentro de lo que sería literatura sudafricana contemporánea.
Ella escribió Nuez de coco[5] cuando tenía 22 o 23 años, es decir, con mentalidad joven. Con un estilo literario pretendidamente contemporáneo, en el sentido de jugar con ritmos, discursos y tipografías de forma algo desordenada o desconcertante inicialmente, esta novela se desarrolla a través de la conversación interior de dos jovencitas negras sudafricanas. Una es miembro de una familia de alto poder adquisitivo que vive en una urbanización de casas con piscina. La otra reside en un township y acaba de dejar sus estudios para poder trabajar. Una existencia aspiracional marca en las dos sus reflexiones. La primera navega mentalmente entre su fuerte personalidad y sus complejos. Complejos que tienen que ver con los blancos y con los diferentes grados o matices de negritud dentro de su familia, con el choque generacional con respecto a las tradiciones nativas, con las polémicas intrafamiliares respecto al uso de la lengua materna, etc. La otra sueña con salir del ambiente en el que vive y, de algún modo, ser funcional y socialmente blanca. El texto, preñado de neuras, muchas juveniles, me hubiera sobrado completamente de haber estado contextualizado en la sociedad española (más de tres décadas trabajando con adolescentes me han bastado para haber profundizado en ese tipo de temas). Sin embargo, al estar escrito por una sudafricana negra joven, y tratar sobre los procesos de pensamiento de jóvenes sudafricanas negras actuales, así como los de algunos personajes de su entorno más cercano, la novela me ha aportado una buena incursión puntual en la sociología post-aparheid.
Veamos algunos ejemplos. Podemos empezar con al asunto de los sistemas de autoprotección de las viviendas urbanas y de barrios residenciales de la clase alta (¿y media?):
«Little Valley Country Estate se vende como “su refugio rural para escapar del ajetreo”. Papá dice que había otros muchos complejos en la ciudad cuando compró nuestra casa porque a los sudafricanos les atraía la idea de una zona residencial en el crisol de culturas y razas del país que era Johannesburgo, pero les atraía aún más que garantizaran la seguridad máxima obligatoria de 24 horas para sobrevivir en ella». (M. Kopano).
Podemos continuar con los efectos colaterales de la aplicación de normativas apoyadas en el convencimiento de que la discriminación positiva sirve para algo:
«Ha dicho que una vez más iban a presentarme como Silas Nyoni, su socio por la ley de Empoderamiento Económico de la Población Negra, recién nombrado Gerente de Operaciones de Lentso Communiccations. El plan hoy era que Laurie, la asistente personal del señor Dix, entrara con prisas en la reunión con Borman-Nkosinathi y dijera que me necesitaban urgentemente en las oficinas. Yo saldría a toda velocidad y me llevarían de vuelta a mi caseta de seguridad. Imagino que tenían miedo de que soltara algún disparate que los delatara, por lo que el señor Dix le ha hecho una señal a Laurie antes de lo previsto y me han sacado inmediatamente después de las presentaciones». (M. Kopano).
Y para acabar, como carga de profundidad reflexiva que nos haga, al menos, saltar de una conjetura a otra sobre lo que puede estar pasando por la cabeza de parte de la población sudafricana, una demoledora cita que sería digna del mismísimo Michael Jackson:
«Aunque quizá es preferible que las condiciones de este cuchitril nunca mejoren. Tal vez así nunca se me olvide lo que no quiero ser: negra, sucia y pobre. Este barreño puede servirme de incentivo diario para continuar trabajando hacia lo que algún día seré: blanca, rica y feliz». (M. Kopano).
Continuamos viaje por una carretera parcialmente cubierta por la arena que el viento acarreaba desde un contigua y larga playa. El oleaje era constante y el mar se mostraba de un azul luminoso. Avanzamos así muchos kilómetros hasta pasar cerca de un puerto industrial y tomar dirección hacia el Cabo de Buena Esperanza. Superamos algunas poblaciones y la carretera se situó junto a una línea de ferrocarril costera. Fish Hoek disfruta de una playa ventosa que suelen frecuentar muchos practicantes de surf-ski, aunque no vimos ninguno. Nuestro destino momentáneo era Simmon’s Town. Una localidad costera y playera que, con su avenida de casas de estilo colonial, con ligeros soportales de madera o columnas de hierro forjado pintadas, nos hizo pensar en Nueva Orleans. Allí también hay varios edificios militares pertenecientes a una base naval. Comimos un menú de fish & chips mientras a lo lejos, algunas ballenas nos entretuvieron con sus saltos.
El objetivo turístico allí era visitar el Parque Nacional Boulder para ver cientos de pingüinos. Los encontramos en tierra al lado nuestro, desprendiendo un nauseabundo olor a pescado, que es su dieta. Otros estaban al sol sobre las rocas de la orilla, y algunos más se zambullían, nadaban buceaban y jugaban con el oleaje.
De nuevo en ruta el camión se dirigió hacia Ciudad del Cabo. Atravesó laderas con viñedos algo más coquetos y, tras coronar otro puerto de montaña más modesto, nos topamos con la vista de una extensión enorme y superpoblada. Era Ciudad del Cabo con sus barrios y algunas de las montañas que la rodean. Más viñedos, de aspecto esmerado en su cuidado, seguían surgiendo a las afueras de la ciudad. Nosotros entramos en el casco urbano por Gardens, que era además donde nos instalaríamos. Tiene mucha porción de espacios verdes. La Table Mountain iba quedando a nuestra izquierda y en el momento de nuestra llegada estaba despejada. Más tarde se cubrió por un denso manto de nubes que bajaba en cascada gaseosa desde los riscos.
Nos albergamos en un backpacker urbano organizado mediante tres sedes muy cercanas entre sí, que se corresponden con tres antiguas casas dentro de un barrio de aspecto residencial. Nos habían metido miedo en el cuerpo con bastantes advertencias de no salirnos de determinadas zonas urbanas, de estar vigilantes a los robos y de nunca ir solos una vez anochecido. Me incomodan las ciudades en las que el peligro está latente. Esas que sabes que no son acogedoras con el visitante desinformado. Yo las califico de violentas y no me siento a gusto en ellas. Iniciamos un callejeo grupal ambivalente, en el sentido de que algunos íbamos algo preocupados, se generaron esperas, desorganización grupal, etc. Avanzamos por una calle principal que, si no recuerdo mal, era Longstreet. Tenía mucho ambiente vital y se caracterizaba por una sucesión de edificios de aspecto tradicional con soportales y balcones de primera planta. En la calle había pedigüeños, gente yendo y viniendo y agentes de seguridad pública de aspecto poco fornido con chalecos o bandas reflectantes. En Market Square estaban ya recogiendo los puestos de artesanía. Hicimos una parada, algunos bebieron cerveza, otros aprovechamos para buscar un cajero automático operativo.
Al cabo de un rato el grupo principal afrontó una larga caminata siguiendo la misma dirección hacia el Waterfront. A medida que avanzábamos, la ciudad empezó a desplegar avenidas más anchas y a exhibir edificios mucho más altos y modernos, hasta convertirse en una capital más, prácticamente indistinguible de cualquier ciudad moderna del globo. Parecía claro que atravesábamos el centro de negocios de la capital. Nos topamos con un amplio concesionario de Ferrari, con un buen puñado de ejemplares en su largo escaparate. Su visión nos recordó otras imágenes bien distintas y reforzó la impresión de gran desigualdad que nos sugería el país. Más que una cuestión de raza, la brecha actual parece ser económica. Hay negros millonarios (algo que parece esperable tras más de treinta años de gobierno de un mismo partido; no olvidemos, como ejemplo, que Winnie Mandela, ya separada de Nelson, pasó por unos cuantos procesos judiciales por corrupción y asuntos incluso más graves), lo que parece no existir es clase media. Haberla tiene que haberla, pero se me hace muy difícil imaginar su dimensión porcentual con respecto a toda la población y, sobre todo, sus estándares de nivel o calidad de vida.
Atravesamos una zona peatonal de edificios de apartamentos muy modernos y lujosos, rodeados de canales y con puentes peatonales que prontamente nos hicieron llegar a una zona portuaria reconvertida en espacio de ocio nocturno. Estaba muy animada e iluminada. Podría haber sido Oslo, Estocolmo, Ámsterdam, Boston, etc. junto al mar. Descansamos allí tomándonos un vino blanco en una terraza, rodeados de blancos y negros de alto nivel adquisitivo.
Regresamos al alojamiento en varios coches mediante Uber. Allí finalizamos la jornada con cerveza y pizzas antes de tener que recorrer 200 metros de calle tranquila por la noche. Partimos despreocupados, pero el hecho de que un joven del servicio del alojamiento decidiera acompañarnos, nos volvió a intranquilizar un poco. Parece que las advertencias sí que iban en serio. El alojamiento tenía cuatro puertas: una metálica para el jardín, otra de rejas para la casa, otra de madera a continuación de la anterior y, por último, la de la habitación. Además, para el jardín trasero, había una pared corredera de vidrio que, por la noche, se protegía con un enrejado extensible.
No hubo prisa a la mañana siguiente. Volvía a hacer bueno un día más. Los desayunos se daban en el bar de la sede principal del backpacker. Fue completo y algo tumultuoso. Animado. Hacía sol, cielo claro y nada de viento. Con cierto retraso, salimos en el camión hacia la Table Mountain (otro Parque Nacional). Con estoica paciencia soportamos la tremenda cola existente para tomar el teleférico. La Table Mountain, por lo visto, no está despejada habitualmente, así que estábamos de suerte. Mucha suerte. Las dos cabinas del teleférico son giratorias por lo que, estés donde estés, mirando siempre en la misma dirección, puedes contemplar el trayecto en 360º. Asciende 700 metros y alcanza una altitud de 1067 m. La montaña, abrupta desde el barrio de Gardens, es una meseta rocosa plana y extensa en su cumbre. Hay vegetación baja entre sus rocas, y los lagartos se dejan ver mientras toman el sol. Hay múltiples bucles de senderos que permiten a los visitantes obtener numerosas panorámicas en todas direcciones. Un paraje francamente bonito. Hacia el norte está el centro de Ciudad del Cabo, con su estadio muy fácilmente identificable, así como el puerto y las playas. Al sur se aprecia el Cabo de Buena Esperanza y parte de nuestro trayecto del día anterior hasta Simmon’s Town. También se distingue bien la isla de Robben, famosa por albergar la cárcel en la que Nelson Mandela estuvo cautivo durante décadas. Cada cual, a su aire, nosotros dos disfrutamos muchísimo de un paseo de una hora, y de las panorámicas. Acabamos en la cafetería, sentados en un sofá a la sombra, tomando un helado y algún picoteo.
Tras el descenso y el retorno al alojamiento, nos despedimos del camión que nos había acompañado durante tantas jornadas, y les entregamos una propina colectiva a Elías (conductor) y Elton (guía local de enlace). En la ciudad nos dispersamos, nosotros optamos por una tarde tranquila: diario, baño en la piscina, descenso y lectura. Finalmente nos vestimos para la cena de despedida que, según se nos informó, sería de carácter africano. Estrenamos atuendo adquirido en Hermanus: Myriam un vestido estampado y amplio con lazo en la cabeza, y yo una colorida y deslumbrante camisa de manga larga. De esa guisa aparecimos en el bar y, para bien o para mal, puedo asegurar que no pasamos desapercibidos.
Había mucha animación y bastantes expectativas para la cena final. Caminamos muy deprisa calle principal abajo, comprobando que, siendo viernes, había mucha gente de fiesta en los bares y aceras, con bastante ruido entremezclado y las músicas de diferentes lugares pugnando entre sí por sobresalir. El restaurante se llamaba Mama Africa, y estaba decorado buscando una atmósfera algo oscura y muy étnica. Era atractivo y prometedor. Nos dispusieron en un sector que, lamentablemente, nos impedía ver y atender a una actuación musical que estaba en marcha. Nos fueron sirviendo un menú larguísimo de platos típicos sudafricanos. Unos eran apenas una tapa, otros abundantes y varias guarniciones para los anteriores. Lo malo fue que apenas hubo instrucciones de cantidades ni combinaciones, y algunos platos llegaron en un orden dispar, de forma que no acertábamos a combinar las guarniciones con los platos que les correspondían. Hubo cosas muy ricas, otras, simplemente… raras o diferentes. Creo que la situación superó al servicio y la cena acabó siendo bastante caótica. Hubo risas en algunos lugares de las mesas, una mujer anduvo decorando rostros con simbología de color blanca, otra intentó poner en marcha unas percusiones, etc. Entre la duración de la cena, el calor, el caos grupal, el final de la música, que se percibía que andaban esperando el cierre y que el proceso de pago fue lento (y personalmente opino que abusivo; por primera y única vez en todo el viaje), el grupo se fue amodorrando bastante.
Al salir de allí, la calle estaba muy animada y con ajetreo por las aceras y dentro de los locales. Salvo un garito del que pude percibir fugazmente un excelente jazz en directo, me pareció que la mayoría de los sitios ofrecían una música demasiado próxima a un tecno oscuro o incluso un house con los que nunca he disfrutado. No recuerdo si también allí, pero sí que puedo asegurar habérmelo encontrado en otros lugares (fundamentalmente turísticos) durante este viaje, ritmos latinos y bachata. Respeto a quienes lo disfrutan, pero me resultó algo decepcionante encontrarme con ello después de haber cambiado de hemisferio y haber cruzado varios paralelos. Me consta que es un efecto derivado de la globalización, pero me apena. Es algo sobre lo que también reflexiona M. Kopano justo al final de su novela (no sobre la música, pero sí sobre las culturas). El caso es que allí, toda aquella mezcolanza sonora, en la calle, se parecía al ruido de unas ferias con muchas atracciones funcionando a la vez. Nosotros formamos parte del primer grupo que decidió irse a dormir. Lo hicimos regresando caminando, animados por ver que había mucha gente en la calle, que seguían destacándose empleados de seguridad y que éramos unos cuantos.
Poco hay que comentar de la última jornada: desayuno, equipaje, despedidas, Uber al aeropuerto y un largo viaje de regreso a casa con varias escalas y medios de transporte. Eso sí, antes de salir del backpacker, pasé por uno de sus retretes. Más que por alivio fisiológico, que también, acudí por curiosidad. Un granadino muy majo me había soplado que una limpiadora le había asegurado que el servicio del fondo del pasillo disfrutaba de una de las mejores vistas de la Table Mountain desde la ciudad. Doy fe de ello. Yo, y un recorte de periódico que así lo atestigua, que han enmarcado y colgado de la pared. Cuando uno se sienta en la baza, apunta perfectamente con la mirada, a través de una ventana, al picacho al que llega el teleférico.
El viaje fue fascinante. Pleno en cuanto lugares, momentos, fauna, paisajes y actividades, todos ellos atractivos y emocionantes. El grupo heterogéneo y, aunque grande, flexible, colaborador y muy respetuoso con los demás. Muestra de ello es que, a pesar de superar la veintena de personas y convivir durante 17 días, no surgieron conflictos en su seno. Muy de agradecer a todos.
Gracias al viaje pudimos conocer un buen pedazo de Sudáfrica y muchas regiones y ecosistemas diferentes. En todo caso, el país es tan grande que nos quedaría muchísimo por visitar. Creo que, desde un punto de vista sociológico, nuestro viaje apenas ha rascado un poquito en la realidad del país. La mayor parte del tiempo estuvimos protegidos por los alojamientos, las localidades o barios de nivel elevado, los establecimientos turísticos, los parques nacionales, el camión, etc. De hecho, creo que vimos y tratamos a muchos más blancos que negros. No es una queja, eso nos garantizó seguridad y, además, nos fue mostrando las bellezas que deseábamos visitar. Pero, precisamente por ello, he considerado oportuno complementar mi periplo con algunas lecturas que trataran otros temas más ocultos a mis ojos. Tengo una pendiente, también novela de la época post-apartheid, a la que, una vez leída, espero dedicar un párrafo añadido a este largo artículo. Y, hablando de lecturas, un narrador de viajes consumado y reconocido como es Javier Reverte, asegura en uno de sus libros[6] que no le gusta Sudáfrica:
«Creo que no amo Sudáfrica. Los sudafricanos están en el derecho y el deber de hacerlo, pero no los demás. Ahora, cuando escribo sobre aquellos días del pasado verano, pienso que no es fácil que vuelva alguna vez allí. Mis recuerdos de Sudáfrica son paisajes de campos de batalla y rostros de gentes abrumadas por el peso de su cruenta historia. Y ciudades sumidas en la delincuencia, o adornadas por cañones de viejas guerras y engalanadas con banderas de antiguos combates». (J. Reverte).
No puedo estar de acuerdo con él. Entre otras cosas porque encontró lo que andaba buscando: campos de batalla, memoriales bélicos, etc. Su relato queda convertido en un ensayo histórico, que apenas se interrumpe con algunas anécdotas propias de su viaje, pero, la mayoría de ellas, en los hoteles o bares en los que descansa. No hay safaris, no hay búsqueda de parajes naturales, etc. como acostumbra a insertar en otras de sus obras. Si viajo a Flandes buscando historia bélica seguro que regreso pleno de ella; si lo que me interesa es la pintura flamenca también; o si simplemente pretendo recrearme con el ciclismo de carretera clásico, la satisfacción igualmente está asegurada; pero lo que no debería hacer es juzgar un territorio o un país por únicamente alguna de sus grandes claves.
Los comentarios y juicios vertidos por mí en este texto han de tomarse como lo que son: opiniones resultantes de un viaje itinerante sin garantías de una mínima profundidad. Es verdad que he intentado ser observador, reflexionar mientras viajaba y leer sobre todo ello, pero el tamaño, diversidad y complejidad del país lo hace difícilmente abarcable, y menos aún para un mero turista. En lo que a mí respecta, he vuelto de allí encantado. Me han quedado (o me han entrado más) ganas de África, de más cultura propia, de más música autóctona, de más población nativa y de paisajes más septentrionales. Hasta ahora, por múltiples causas, la tenía totalmente abandonada y, sin embargo, al pisarla por primera vez, he tenido la sutil sensación (probablemente equivocada) de que su población (al menos la de raza negra) puede que tenga una concepción o un sentimiento de continente más arraigado y potente que los que los americanos, asiáticos o incluso europeos, tenemos de los nuestros.
[1] LAPIERRE, Dominique: “Un arco iris en la noche”. (2008). Planeta. Barcelona, 2008.
[2] PATON, Alan: “Llanto por la tierra amada”. (1948). Palabra. Madrid, 2013.
[3] BONTOGUI ESKISABEL, Joseba: “Jugando con ballenas. La ballena franca o ballena de los vascos”. Gobierno vasco. Vitoria, 2002.
[4] GÓMEZ BEDIA, José Mª; MAZÓN COBO, Víctor; CARRILES BEDIA, Miguel Ángel; CASTANEDO TRUEBA, Juan: “Unidad Didáctica Remo”. Gobierno de Cantabria. Santander, 2010.
[5] KOPANO, Matlwa: “Nuez de coco”. Alpha Decay. (2007). Barcelona, 2020.
[6] REVERTE, Javier: “Vagabundo en África”. El País Aguilar. Madrid, 1998.
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