Hay debates habituales que me
resultan tremendamente cansinos. Uno de ellos, que me molesta especialmente y
al que procuro no entrar jamás, es el de las bondades y maldades de lo público
y lo privado (referidos a la gestión, funcionamiento, etc. de empresas,
servicios y demás). Hay postulantes de ambos ámbitos y todos ellos, por el mero
hecho de posicionarse, adoptan actitudes dogmáticas e irracionales,
generalizando todo y, prácticamente siempre, sin consultar datos y manejando casos
únicos sesgados. Mi opinión es que, tanto en el ámbito privado como en el
público, hay entidades, equipos y personas que funcionan maravillosamente, y
otros que son un auténtico desastre. No se puede generalizar en ningún caso, y
sospecho que tampoco hay posibilidad fiable de recabar datos estadísticos al
respecto, dada la complejidad del asunto en general, y en infinidad de aspectos
más concretos.
A lo largo de la transición
española, catalizado por los diferentes gobiernos de centro, izquierda y
derecha, se fue produciendo un claro desmantelamiento de entidades de
titularidad pública (CAMPSA, RENFE, Iberia…), convirtiéndolas en privadas, lo
que propició, entre otras cosas, un panorama general más privatizado y, de
paso, unas oportunidades de enriquecimientos personales coyunturales (como la
lotería, que les tocó a los que estaban allí y disponían de los medios para
invertir) para parte de la población, y otras sospechosamente corruptas, para
quienes (algunos políticos y altos cargos) estaban en la pomada.
De entre lo público que ha ido
quedando (aparte ¡y menos mal!) de la Sanidad y Educación mayoritarias,
encontramos dos redes de gran interés desde el punto de vista viajero: la de
Paradores Nacionales, y la de Parques Nacionales. A la primera, quizás por ese
complejo hispano que ocasionalmente nos hace avergonzarnos de connotaciones
patrias, o por simples decisiones publicitarias, se la suele retirar el
adjetivo en el lenguaje coloquial y sus materiales de difusión. La segunda, sin
embargo, lo conserva siempre, al igual que sucede en todos aquellos países que
presumen de tener red propia.
Comenzando por la primera de
ambas redes, la de los Paradores Nacionales, según la Wikipedia: «El
concepto Paradores se remonta a 1926 cuando el Marqués de la Vega-Inclán
impulsó la construcción de un alojamiento en la sierra de Gredos, que se
convertiría en el primer Parador de la red. Tras la inauguración de este primer
establecimiento el 9 de octubre de 1928, se constituyó la Junta de Paradores y
Hosterías del Reino».
Si los datos no me fallan, en la
actualidad hay 98, de los cuales he tenido la agradable experiencia de haber
pernoctado en nueve de ellos, además de haber visitado, comido o pasado algo de
tiempo en otros once. Hubo una época en la que, por la situación de la economía
interna del país y el tipo de gestión aplicado a la empresa de los
Paradores, procuré alojarme en ellos en algunos tipos de viajes. Tiempo
después, durante un largo periodo, sus precios me parecieron excesivos y me
abstuve de disfrutarlos. Sin embargo, recientemente, entre ofertas y nuevas
políticas de precios, he regresado, moderadamente, a su utilización. La idea en
sí, la de una amplia red de alojamientos de calidad, que sea representativa de
la diversidad de paisajes, historia, patrimonio y culturas de España me parece
estupenda, así como el plantel de edificios, enclaves, connotaciones
gastronómicas y reparto geográfico. Me alegro de que existan y de que nos
representen. Los apoyo y los defiendo, y ratifico que, cuando el viajero se lo puede
permitir, suelen recompensar el gasto.
En lo que respecta a la otra red,
la de los Parques Nacionales, es mucho menor en número (que seguramente no en
hectáreas de territorio), con 16 en total. Aunque únicamente he visitado siete,
porcentualmente representan muchos más, aproximándose al 50%. Volviendo a la
Wikipedia como fuente informativa sobre su origen, encontramos que: «Con la
promulgación de la primera Ley de Parques Nacionales el 8 de diciembre de 1916,
tras el impulso de Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós de conservar el patrimonio
natural. Esta Ley dio paso a la creación del primer parque nacional en España
el parque nacional de Picos de Europa el 22 de julio de 1918, denominándose
entonces “Parque Nacional de la Montaña de Covadonga”».
Entre las funciones de los
Parques Nacionales están las de dar a conocer ecosistemas geográfico-naturales
a la población, así como preservarlos. Más que la cantidad, con su creación se
busca cierta singularidad representativa. En algunos casos, el pulso entre la
protección y el desarrollo de determinadas actividades en sus entornos propios
o próximos genera algunas fricciones sociales y/o administrativas, pero, en
términos generales, podría afirmarse que funcionan bien y, desde luego, que su
visita siempre merece la pena. Dada la diversidad de tamaños y particularidades
geográficas, hay parques perfectamente visitables en una jornada, mientras que
para algunos otros nos haría falta toda una vida, por lo que suele ser
recomendable comenzar por apuntarse a algún tipo de recorrido guiado y experto
cuando se trate de una primera o única visita. Siempre que su regulación no sea
excesivamente abusiva y celosa (prohibiendo repentina y unilateralmente
actividades y usos tradicionales y que, en cierta medida, hayan logrado que una
comarca concreta se haya preservado en un estado merecedor de su constitución como
Parque Nacional), me declaro a favor de los Parques Nacionales y considero que
quizás deberían aumentar algo en número. Por mi experiencia, su visita siempre satisface,
y su paisaje y naturaleza impactan.
Vaya todo este adelanto como
introducción de un viaje de carretera en el que diseñamos integrar parcialmente
estas dos redes. Pernoctando en Paradores y visitando hasta tres Parques
Nacionales (además de otras curiosidades). Fue un viaje por el interior peninsular,
evitando las autovías (salvo en sus aproximaciones inicial y final, y algunos
cortos tramos intermedios). Vamos con el diario.
Parador de Jarandilla de la
Vera.
En esta ocasión dejamos la moto
en casa y nos acomodamos en un coche. Modesto y económico, un utilitario
simpático de cierto tamaño y bajo consumo. Para mí no es lo mismo que viajar en
la moto, pero, a favor, en este caso, que resultaría más descansado, que podríamos
comprar algunos productos locales además de portar el equipo de fotografía
réflex, y que podríamos poner banda sonora contextualizada a los paisajes de
carretera.
Era la primera quincena de junio,
un inicio de verano anormalmente fresco que nos vino fenomenal para no sufrir
grandes calores. Tomamos dirección sur desde Cantabria buscando empalmar, del
modo más rápido y racional posible, con la autovía de la Vía de la Plata. Pocas
paradas, un café entre Palencia y Valladolid, y un menú del día para comer,
bueno y barato, poco antes de Plasencia. A ratos, incluso lloviznaba
ligeramente. Una vez que tomamos rumbo este, mantuvimos un rato de autovía,
pero pronto empezamos a circular por una virada carretera que discurre al sur
del gran sistema montañoso. Extremadura estaba magnífica, con aspecto de vergel
rebosante de verdor. Fuimos disfrutando del paisaje. Primero dehesa, y,
entonces, laderas frondosas, cultivos y barrancos descendiendo desde las
montañas. Recorríamos La Vera.
Nos acercamos al Monasterio de
San Jerónimo de Yuste. Sabíamos de antemano que estaría cerrado por doble
motivo: ser lunes, y que toda esa semana lo estaría a causa de un evento
programado. No nos importó porque era el único día que nos encajaba pasar por
allí. Paseamos un rato por sus inmediaciones. Por encima y asomando más tarde
la mirada entre las verjas. Es bonito y, sobre todo, importante desde el punto
de vista histórico. Y está en un enclave ideal. Era media tarde y nos detuvimos
en Cuacos para recorrerlo pausadamente caminando. Su centro y sus plazas: la
del ayuntamiento y la de D. Juan de Austria. En su día, Jeromín correteó por
las callejuelas de la localidad.
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Yuste. (Imagen propia).
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Plaza del ayuntamiento de Cuacos. (Imagen propia).
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Callejeando por Cuacos. (Imagen propia).
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El Parador de Jarandilla de la
Vera ocupa el Castillo de los Condes de Oropesa. Es magnífico, con un acogedor,
elegante y antiguo patio de entrada. Nuestra habitación era clásica pero
confortable. En el piso superior hay salones señoriales y una gran terraza con
vistas al patio y al casco urbano. Nos tomamos un vino de la tierra sentados
bajo los soportales del patio. Momento placentero. Después nos fuimos a pasear
por el pueblo con itinerario inicial en descenso. Visitamos la
iglesia-fortaleza que domina una amplia vista del territorio. También un museo
centrado en la fiesta de Los Escobazos, la cual se celebra cada 7 de diciembre,
y en ella cobran protagonismo unas antorchas vegetales que se prenden por la
noche y generan un gran ajetreo callejero. Hay una plaza central de
configuración irregular que resulta muy acogedora, aunque cuando la atravesamos
estaba más bien desierta. Compramos un par de sombreros, un bote de espárragos
de enorme tamaño, miel de encina, pimentón y chocolate con pimentón. Además, nos
regalaron un pequeño hatillo de hierbas para condimentar.
Al atardecer paseamos por un
parque con unas piscinas naturales situadas bajo nuestro castillo.
Cenamos en El Labrador: vino extremeño del Guadiana (tempranillo joven y algo
dulzón), ensalada de pimientos rojos, cecina de vaca y unas patatas
revolconas, guiso local a base de patatas en puré con torreznos y pimientos
secos. Muy bien y económico. ¡Buena jornada!
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Vista del parador desde el parque de las piscinas de Jarandilla de la Vera. (Imagen propia).
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El patio de acceso al parador de Jarandilla de la Vera. (Imagen propia).
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¡Desde 1928! (Imagen propia).
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Parador de Guadalupe.
Amaneció soleado. Tuvimos que
madrugar para desayunar. Lo hicimos sentados junto a una ventana, casi solos, con
generosa oferta y amplio surtido salado y dulce. Teníamos prisa para llegar a
tiempo a una cita en Monfragüe. Descendimos en coche por las laderas de la Vera
hacia la llanura, por carretera estrecha, algo virada y sin tráfico. Después, un
poco de autovía dirección Plasencia (oeste), seguido de un giro hacia el sur
para tomar una entretenida carretera por Monfragüe hasta alcanzar Villarreal de
San Carlos.
Para conocer el Parque
Nacional de Monfragüe habíamos reservado una visita guiada en un Land Rover
en el que César nos hizo de guía. A nosotros y a otras dos parejas más. La
primera parada fue en El salto del Gitano. Nada más llegar allí me percaté de
que ya había estado allí en alguna ocasión anterior, aunque no he sido capaz de
recordar cuándo ni con quién, pero, estoy completamente seguro, antes de que
fuera declarado Parque Nacional en 2007. Desde la carretera de la margen
izquierda del Tajo, a la sombra, las miradas de nuestros prismáticos se
dirigieron hacia las peñas soleadas sobre la orilla opuesta, aunque también
descubrimos algunas aves en las rocas más próximas de nuestro lado.
Contemplamos decenas de buitres leonados. Volando y posados. El guía nos iba
descubriendo los entresijos y detalles más interesantes, localizándonos
ejemplares y apuntando a ellos con un catalejo moderno de observación. Así
pudimos observar un nido de cigüeña negra con polluelos, e idas y venidas de
uno de sus progenitores; otro de garza real; y otros de buitres. Eran fechas
ideales para contemplar la cría.
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El Salto del gitano en Monfragüe. (Imagen propia).
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"Nuestro" Land Rover. (Imagen propia).
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Dos buitres leonados a la sombra. (Imagen propia).
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Buitre leonado en vuelo. (Imagen propia).
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Buitre leonado batiendo sus alas. (Imagen propia).
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Nido de buitre leonado. (Imagen propia).
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Tres nidos con crías muy próximos: cigüeña negra (rojo), garza real (azul) y buitre leonado (naranja). Imagen propia.
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Cigüeña negra en vuelo, regresando a su nido. (Imagen propia).
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El nido de cigüeñas negras más en detalle y con sus "inquilinos". (Imagen propia).
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El nido de las garzas. (Imagen propia).
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Grupo de buitres en la cúspide sobre el Salto del Gitano. (Imagen propia).
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Buitre leonado en vuelo, visto desde un ángulo superior. (Imagen propia).
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Regresamos por la misma ruta, con
alguna parada explicativa, y tomamos dirección oeste pasando por la
desembocadura del Tiétar en el Tajo. En la segunda parada nos indicaron un nido
de cuervos, otro de mantis religiosa y el de otro insecto que ya no recuerdo.
Lo mismo que fuimos ilustrados en variados detalles de fauna y flora locales.
Continuamos en el todoterreno y, rato después de cruzar el Tiétar, rodando por
su margen izquierdo, nos detuvimos para ver un nido de alimoche, también con
polluelos. De vuelta, algo más lejano, otro nido de buitre negro. Durante todo
el regreso nos topamos con varios ciervos: una madre con una cría recién
parida, un macho acostado, otras madres con crías, una de las cuales se detuvo
frente a nosotros para amamantarse, y varios ejemplares bebiendo en diferentes
puntos del recorrido. Al circular por allí, especialmente en los pasos más
elevados de las carreteras, las panorámicas conforman una especie de laberinto
de aguas trazado por los meandros de los ríos, sus desembocaduras y los
recovecos de sus aguas embalsadas invadiendo vaguadas y originando salientes de
tierra. También había unos cuantos ciervos en la charca cercana al centro de
visitantes.
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Lo que parece la cabeza de un monstruo rocoso sobrenatural esconde un nido de alimoche en su boca. (Imagen propia).
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Una aproximación más detallada nos muestra al alimoche al cuidado de sus crías. (Imagen propia).
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Comimos un menú del día en el
pueblo y, ya de regreso, un venado macho nos ofreció una majestuosa despedida
al borde de la carretera. Deshicimos el tramo matinal de calzada estrecha y
parte del de autovía en dirección opuesta (este) hasta las inmediaciones de
Navalmoral de la Mata, donde viramos hacia el sur mediante la EX – 118. Primero
encontramos paisaje de dehesa. Al rato, a la izquierda, la inmensa superficie
del embalse de Valdecañas y las estilosas columnas estriadas del Templo de los
Mármoles, al final del puente que cruza la zona oeste en la que el embalse
comienza a estrecharse. Son columnas de granito gris, muy estilizadas y que
conservan al menos un frontispicio. El resto de la ruta hasta Guadalupe, la que
pasa por Castañar de Ibor (y varios Ibores más) nos encantó. Muchas
curvas en altura, el valle a la derecha y un cordal escarpado a la izquierda.
Con la mayor parte del terreno constituido por lomas de olivares con manchas de
bosque mediterráneo y claros de praderas. Fascinante.
Paramos en Navalvillar de Ibor
para comprar aceite, y continuamos durante un maravilloso rato de conducción
paisajística y entretenida. De esos en los que el cambio manual se agradece y
le permite a uno disfrutar de una conducción que, cada vez más, suele resultar
aburrida y anodina en el resto de las condiciones diarias al volante.
El Parador de Guadalupe se nos
antojó fresco y de aires moriscos. Tiene celosías en muchas ventanas y arcadas,
permitiendo mirar sin ser visto. Por detrás del edificio principal disfruta de
unos jardines con fuentes de aspecto árabe y una piscina. La habitación también
mostraba cierto aire musulmán, con detalles coquetos, frescura ambiental y
leves guiños de tipo mudéjar.
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Parador de Guadalupe. (Imagen propia).
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Detalle del patio interior. (Imagen propia).
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Nos tomamos nuestro vino ritual
en el patio a temperatura ideal. Más tarde dimos un paseo por el pueblo.
Resulta sorprendentemente agradable, integrando una plaza y monasterio
monumentales, con un casco urbano típico de Extremadura: entresijo de
callejuelas encaladas, pendientes cuestas, estrecheces, plantas por doquier,
algunos soportales, etc. Vida española que conserva aspecto y esencia
ancestrales. La fachada de la basílica es imponente. Enorme y repleta de
detalles labrados en la piedra. Se enfrenta a una plaza de contorno irregular
que está llena de bares y restaurantes. Cenamos al aire libre en uno de ellos,
frente a la fachada principal del templo, con golondrinas, vencejos y aviones
alardeando, hiperactivos, de sus habilidades de vuelo sobre nosotros. Temprana
velada a base de gazpacho extremeño y surtidos de ibéricos y quesos. Para más
entretenimiento, los detalles de la gran iglesia que se nos iban revelando poco
a poco a medida que la luz natural iba pasando el testigo, muy progresivamente,
a la iluminación artificial; además del siempre peculiar ir y venir del
paisanaje local: gente, caballistas y algunos coches. Estuvimos encantados.
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Los viajeros en Guadalupe. (Imagen propia).
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Soportales en Guadalupe. (Imagen propia).
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Calles estrechas extremeñas. (Imagen propia).
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Un flanco del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe. (Imagen propia).
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Parador de Toledo.
También en Guadalupe nos vimos
obligados a madrugar por la misma razón: cita reservada para una visita guiada.
El desayuno volvió a ser completísimo, sabroso y con muchos toques u opciones
de productos locales. El viaje continuaba con rumbo preferentemente oriental, a
través de unos 120 km de lentas y tortuosas carreteras vacías. Paisajes de
serranías extremeñas al principio. Alternando todavía los olivares con la
montaña silvestre y agreste. Más adelante surgieron amplios llanos de dehesa,
que casi comprimían una estrechísima cinta de asfalto bacheado, con tramos en
los que la línea central desaparecía. Eso sí, por allí, preferentemente en
forma de largas rectas.
Cruzamos el Guadiana a la altura
del embalse de Cíjara y dibujamos infinidad de curvas recién asfaltadas por la
margen izquierda del curso de agua. También disfrutamos de un tramo de
excelente firme, pero en trazado de montaña. Pese a haber madrugado, la soledad
rodada y tan hermosa diversidad de hermosura paisajística nos alegraron parte
de la mañana. Alcanzamos Horcajo de los Montes a la hora prevista y, desde
allí, el centro de visitantes del Parque Nacional de Cabañeros.
La jornada estaba siendo
totalmente soleada, pero en ningún momento superó los 28 grados. Además,
soplaba brisa ligera. Juanma, el guía, nos esperaba con un flamante microbús
Mercedes 4x4 para nosotros solos. Al ser los únicos clientes, pudimos viajar
delante, ya que el vehículo disponía de tres asientos en su puesto de
conducción. Juanma explicaba bien y sin excesos. En nuestra opinión, en dosis
óptimas, convirtiéndose en un guía excelente. Rodamos unos pocos kilómetros por
carretera asfaltada y, enseguida, tras superar una valla de acceso restringido,
nos internamos por pistas forestales. El itinerario lo iniciamos con un
descenso boscoso en el que nos saltaron dos ciervas y levantamos
una hembra de jabalí con su camada de rayones. El guía nos iba explicando la
geografía y la historia del parque, y alcanzamos una zona abierta (he olvidado
la denominación) constituida por una antigua dehesa en actual proceso de
asilvestramiento. Una especie de Serengueti con encinas, algunas de las
cuales han sido roídas por los ciervos de un modo muy particular. Poco después
de contemplar un ejemplar de lagarto ocelado (lagarto de mayor tamaño de la
Península) empezamos a ver muchos venados. Primero un macho hermosísimo.
Mientras, fluía una agradable conversación. A partir de un punto dado, giramos
90 grados hacia la derecha (un suroeste aproximado) y el camino se convirtió en
rudas camberas con piedras grandes sueltas y algunos vados secos. La abundancia
de ciervos fue mayor. Hembras y crías conformando algunos modestos rebaños, y
machos sueltos o a pares. Nos detuvimos para tratar de observar aves ante una
elevación rocosa que emergía desde un bosque cerrado. Bien guiados, avistamos
buitres leonados posados sobre rocas o árboles. También otros negros volando,
así como un águila imperial mucho más alejado. Otra parada nos reveló su nido y
descubrimos unos buitres negros tomando tierra muy cerca. Caminamos hacia el
lugar para tratar de fotografiarlos algo más de cerca.
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Ciervo macho en Cabañeros. (Imagen propia).
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Hembras y crías. (Imagen propia).
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Dos jóvenes machos de venado. (Imagen propia).
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Buitre negro en vuelo. (Imagen propia).
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Dos buitres negros posados. (Imagen propia).
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Un par de buitres negros alzando el vuelo. (Imagen propia).
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De nuevo en el vehículo,
regresando, nos acercamos en dirección opuesta hacia otros cerros más lejanos.
Juanma nos mostró un águila culebrera en acción. Luego vimos un alcaudón común
muy próximo, con un hermoso colorido. Además, torcaces, tórtolas turcas, etc.
¡Y más ciervos! Casi al final, otra hembra de jabalí (quizás la misma) saliendo
de una charca con su prole, embadurnada de barro. La experiencia resultó una
ruta y guía magníficos.
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Estupendo vehículo en Cabañeros. (Imagen propia).
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En el pueblo, aprovechamos para
comer un nuevo menú del día (estupendo y económico modo de abastecerse por este
país, especialmente en el entorno rural): salmorejo, codillo, flan y café. Al
mismo precio, exactamente, que en mesón de mi pueblo.
De nuevo en ruta, rodamos por una
carretera de montaña que todavía formaba parte del Parque Nacional.
¡Fantástica! Las montañas nos ocuparon bastante kilometraje y permanecieron
prolongándose mediante los Montes de Toledo. Después llegaron las rectas, los
campos y los pueblos. Con menos densidad de olivares, pero también bonito. Y
así, mediante largas rectas, nos introdujimos en las llanuras manchegas. En
Retuerta del Bullaque, escenario quijotesco, nos detuvimos para ver pasar un
inmenso rebaño de ovejas trashumantes. Nuevos detalles pasados empeñados en
aferrarse al presente y, esperemos, quizás a un futuro necesario. Nosotros
continuamos en dirección preferentemente este.
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En Retuerta de Bullaque. (Imagen propia).
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Más adelante, hacia el nordeste,
nos plantamos directamente en el Parador sin entrar en Toledo. Es importante
señalar que no era la primera vez que visitábamos Toledo, por lo que nuestros
objetivos allí eran más bien relajados, en plan de disfrute calmado y poco
ambicioso. Más cualitativo que cuantitativo. El Parador está encaramado a una
ladera rocosa desde la que se contempla perfectamente Toledo. Concretamente en
la vertiente opuesta del Tajo, en la zona sur de la hoz mediante la cual el río
rodea la ciudad.
Nos alojamos en una estupenda
habitación con acceso directo al jardín de la piscina. El alojamiento es más
moderno que los otros que visitamos aquel viaje, la cama tenía una estructura
de dosel, pero sin vestir. Una pared acristalada se abría en doble hoja para
salir a una terraza propia con dos sillas y una mesita desde las cuales,
caminando por la hierba, uno llegaba al vaso de la piscina. Pasamos el resto de
la tarde dándonos un refrescante baño y leyendo al sol. Para este viaje llevaba
conmigo el segundo de los dos volúmenes de Viaje por España de Charles
Davillier y Gustave Doré.
La obra recoge los diarios de viaje del barón Charles Davillier junto con los grabados
del pintor Gustav Doré. Ambos recorrieron casi toda España y plasmaron su
experiencia en un libro publicado en 1874. Junto con la magna obra de Richard
Ford
y la más contemporánea de Michener,
es una de las lecturas que me suelen acompañar cuando emprendo viajes temáticos
por nuestro país. En definitiva, entusiasmo placentero sosegado, al haber
decidido disfrutar del parador el resto de la jornada. Dejamos Toledo para el
día siguiente.
Pospusimos pues el vino de
bienvenida para tomarlo en la terraza de la cafetería, a la sombra, y ante toda
la vista de la ciudad. Un privilegio. La cena posterior resultó idílica. Al
aire libre, en otra terraza con mejor ángulo de visión todavía, en primera fila
y con un buen tramo del agua del Tajo a la vista. La velada fue transcurriendo
mientras la luz de la tarde dejaba pasar a una espectacular puesta de sol para,
finalmente, ser sustituida por la iluminación de la ciudad, con destacado
protagonismo del Alcázar y la Catedral. ¿El menú? Irreprochable: paté de perdiz
de tiro con fresas y miel; plato sefardí de cordero y relleno envuelto en
láminas da calabacín (M optó por un estupendo rodaballo); helado de queso con
salsa dulce de hidromiel y manzana en gelatina; vino tinto crianza, syrah, de
La Mancha (Finca Antigua 2019). Momentazo del viaje.
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Cena muy especial en el parador de Toledo. (Imagen propia).
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La mañana siguiente pudimos no
madrugar y disfrutar, con mucha más calma, de otro magnífico desayuno. Habiendo
visitado Toledo en el pasado en varias ocasiones, optamos por tomárnoslo de
forma relajada, y reduciendo las visitas a algunos de esos detalles no
abrumadores y con encanto muy particular y personal. Iniciando ruta junto al
Alcázar y, tras cruzar la plaza de Zocodover, paseando para visitar la mezquita
del Cristo de la Luz, el Colegio de las Doncellas, el convento de San Juan,
algún otro templo y la encantadora sinagoga de Santa María la Blanca, que me
encanta. Entremedias, nuevamente, entramos a Santo Tomé para contemplar, una
vez más, El entierro del Conde de Orgaz. Reconozco que, si bien la obra
del Greco, en general, no me apasiona, ese cuadro me fascina. Y lo hace
especialmente, en el plano terrenal de los dos que presenta, mucho más que en
el celeste. Los retratos lánguidos, casi etéreos, pálidos, etc. habituales en
el Greco no están entre mis estilos pictóricos favoritos, pero la escena
inferior del entierro se me antoja mucho más nítida, material o
realista, y esa, sí que me entusiasma. Y, claro, también, el contraste
propuesto por la totalidad del cuadro.
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Detalle de la fachada del Cristo de la Luz. (Imagen propia).
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Tras pasar la mañana en Toledo,
regresamos a comer al parador: ajoblanco con sardina ahumada y tartar de
aguacate (delicioso plato frío), bacalao confitado (bueno), y ginescada (un
postre de origen sefardí que no me convenció). El café pasamos a tomarlo a la
terraza, antes de iniciar una tarde de siesta, lectura y piscina. Y es que por
la noche teníamos planes.
Nos acercamos al parque temático
Puy du Fou para acudir a su espectáculo nocturno El sueño de Toledo. No
soy de parques temáticos, he visitado muy pocos porque al hacerlo me he
percatado de que suelen presentar unos formatos, ambientes y dinámicas que no
me van. En este caso apenas lo recorrimos un poco antes de tomar algo ligero en
sustitución de la cena. Íbamos a lo que íbamos, que era el espectáculo. Un
enorme graderío al aire libre se encara, con una ría artificial de por
medio, ante una especie de maqueta de una antigua ciudad de Toledo en tamaño
natural (1:1). En dicho enorme escenario, durante algo más de una hora (casi 1h
30) se desplegó todo un cúmulo de acciones que pretendían resumir mediante
escenas sucesivas una historia de Toledo. Prevalecían las escaramuzas y la
actividad frenética sobre los contenidos, y el espectáculo se desarrolló por
tierra, agua y aire, combinando medios tecnológicos con muchos figurantes
(humanos y animales) de carne y hueso, ambientación proyectada, efectos
especiales, grandes objetos espectaculares, etc. En mi opinión resultó
sorprendente y mereció la pena. En un momento en el que el ocio mayoritario y
cotidiano se basa, cada día más, en los formatos de pantallas, la propuesta de
Puy du Fou actúa como potente reivindicación de lo real, lo palpable, aplicado
a la narrativa audiovisual de aventuras y acción. En su variadísima y dinámica
puesta en escena no cabe ese corta y pega con el que actualmente el cine
resuelve tantas escenas de multitudes. Los caballos están vivos, las llamas
queman, el agua moja y los numerosos artefactos están ahí delante…
¡construidos! Ya solo por ello, aunque sea como acto de protesta, conviene
acudir alguna vez. Una superproducción en 3D real.
De regreso al Parador,
disfrutamos durante un rato de la serena y cálida noche, sentados en nuestro
jardincillo frente a la piscina, bebiendo un vaso del syrah que nos había
sobrado de la noche anterior.
Parador de Almagro.
Nuestro periplo ocupó, además del
sábado siguiente, los cinco días laborables de una semana, así que aquella
mañana era viernes. Volvía a hacer sol y las temperaturas, ya, empezaban a
ascender notablemente. Dejamos Toledo por autovía hacia el sursureste, atravesando
una zona árida, seca y llana de La Mancha. El trayecto nos mostró dos o tres
castillos a nuestra izquierda. Uno de ellos, en Consuegra, levantado sobre un
cerro, acompañado de una magnífica hilera de molinos de viento sobre el perfil
del cordal.
Una vez en carretera
convencional, rodamos a través de infinitas extensiones algo más verdes, con
constante alternancia de parcelas de olivares y viñedos. A partir de cierto
momento, a la derecha, aparecieron algunas montañas. Tras un giro hacia la
derecha, tomamos una carreterilla muy estrecha que discurría ente viñedos, y
que presentaba algunas tímidas ondulaciones. Habíamos cruzado un territorio
vinícola inmenso, y estábamos ya aproximándonos al centro de recepción de
visitantes del Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. De nuevo en el
Guadiana. Muy poco antes de llegar, se pasa junto a un antiguo molino con el
cauce seco. Allí hacía calor. Nos dieron un plano e instrucciones, e iniciamos
una ruta caminando por el sendero más aconsejado: la ruta amarilla que recorre
la Isla del Pan y otros islotes. Es dónde más agua había, así como aves en
libertad. Las Tablas viene sufriendo un problema endémico de falta de agua.
Parce ser que viene más causada por la sobreexplotación próxima de los
acuíferos, que por la sequía. Hay ocasiones en las que apenas se ve ya el agua.
En ese sentido, fuimos bastante afortunados porque aquella primavera sí que
había gozado de bastantes precipitaciones.
El recorrido alterna breves
tramos de sendero con muchos metros de pasarelas y tarimas de madera que
permiten caminar sobre las láminas de agua. Vimos fochas, aves cazadoras
acuáticas, flamencos y espátulas volando sobre nosotros, zarapitos, algunas
otras zancudas, etc. El entorno es agradable y facilita bastante la fotografía
faunística. Es el Parque Nacional más pequeño de la red. Se puede visitar
perfectamente caminando y lleva poco tiempo hacerlo.
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Aspecto típico del recorrido por las Tablas. (Imagen propia).
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Flamencos sobrevolándonos. (Imagen propia).
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Gran actividad de "pesca". (Imagen propia).
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(Imagen propia).
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Cardos. (Imagen propia).
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Espátula en vuelo. (Imagen propia).
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Zarapito. (Imagen propia).
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Diversidad de aves... no es mi especialidad, no me conozco todos los nombres. (Imagen propia).
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Después de la visita, tras
deshacer, en sentido opuesto, parte del kilometraje de aproximación, pusimos
rumbo al sur en dirección a Almagro. Su Parador Nacional ocupa un antiguo,
bonito y acogedor convento construido en piedra y ladrillo a la vista. Almagro
tiene un centro interesante, conformado por tranquilas calles en las que las
paredes blancas encaladas son abundantes y hacen que los portalones y fachadas
de algunas casas-palacio destaquen cuando se pasea por ellas. La plaza, lo más
celebrado de la localidad, es muy hermosa. Alargada y jalonada por sendas
hileras de galerías pintadas de un verde algo azulado. En la mayor parte de las
calles, si uno se fija bien, comprobará que los canalones de desagüe de los
tejados están rematados con figuras artesanales. Son nuevos, pero presentan
trabajos decorativos. Entre las fachadas nobles antes mencionadas, algunas destacan
por su piedra vista o por su ladrillo.
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Vista de los patios exteriores del Parador de Almagro. (Imagen propia).
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Un detalle callejero en Almagro. (Imagen propia).
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Hermosísima plaza de Almagro. (Imagen propia).
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Cominos en la plaza a base de
tapas tradicionales de la comarca. Nos atendió una chavala muy maja y atenta,
con pinta de estar trabajando en vacaciones, en el negocio familiar, para
sacarse unas perras para sus gastos. Como el calor apretaba, se impuso una
siesta en la habitación de aspecto muy tradicional, un baño en la piscina
pentagonal, otro poco de lectura de jardín y una copa de tinto de La Mancha en
el bar bodega del parador.
Avanzada la tarde, disfrutamos de
una visita teatralizada en el Corral de Comedias. Una especie de entremés
cómico en el que, mediante un sencillo guion de enredo y mucho interactuar con
el público, los actores iban desentrañando los nombres y usos tradicionales de
las diferentes partes y zonas del corral. Resultaba emocionante estar allí,
especialmente para nosotros, aficionados al teatro en general y al clásico en
particular. El lugar es precioso, acogedor y sugerente, y ayuda al tratar de
imaginar el ambiente que debía de darse en aquel tipo de lugares y
espectáculos.
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Detalle interior del Corral de Comedias. (Imagen propia).
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Vista general del Corral de Comedias. (Imagen propia).
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De nuevo en la calle, paseamos
notando que, pasadas las horas de más calor del día, el pueblo hervía en
deambular vecinal y vida social. En una tienda de ultramarinos, regentada por
una mujer muy amable, compramos una caja de flores de hojaldre y unos vinos
tintos manchegos, diferentes entre sí, pero todos ellos de uva syrah. Cenamos
ligero en una terraza de la plaza. Un surtido de ibéricos, mientras disfrutamos
de la creciente animación familiar local y una hermosísima luz cálida de
crepúsculo dorando una de las largas hileras de galerías de la plaza.
La jornada finalizó tomando un
gin-tonic, anunciado como muy especial, en una especie de rústico chill-out
en El Patio de Ezequiel, antes de regresar paseando hasta el parador, en plena
cálida noche de verano sureño.
Vuelta a casa.
Nuestro último desayuno de
parador, también estupendo, fue en un gran patio flanqueado por elevadas
paredes de viejos ladrillos a la vista, techado con largos toldos para
garantizar sombra todo el día, y parcialmente ocupado, a nivel del suelo, por varios
estanques de azulejo por los que corría el agua y generaba discretos pero
sonoros borbotones.
Varias carreteras diferentes nos
fueron llevando por la llanura manchega, extensísima y cultivada, aunque con
aspecto seco. Los molinos se iban dejando ver en diferentes direcciones del
horizonte. Habíamos elegido Campo de Criptana para verlos de cerca. Allí, el
conjunto es magnífico, y pasamos un buen rato admirándolos, paseando entre
ellos y fotografiándolos. A partir de entonces, únicamente quedaba regresar.
Norte, norte y más norte. Bastantes kilómetros, muy pocas paradas y cargados de
recuerdos.
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Molinos de viento en Campo de Criptana. (Imagen propia).
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(Imagen propia).
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(Imagen propia).
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Los Parques Nacionales no me
defraudan, deberé ir añadiendo más a los que ya he visitado anteriormente (en
mi caso, preferentemente los de montaña). Este viaje supuso, además, regresar
a algunos hábitos anteriores. El del uso de la cámara réflex resultó un reencuentro
bastante fructífero y agradable, creo que ha vuelto para quedarse. Y el haber
vuelto a disfrutar de los Paradores, otro acierto placentero. Aunque no es algo
de lo que me pueda permitir abusar, espero seguir conociendo el resto de su
red, aunque sea de vez en cuando.
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