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domingo, 18 de agosto de 2024

PN 1 (Paradores y Parques Nacionales)

Hay debates habituales que me resultan tremendamente cansinos. Uno de ellos, que me molesta especialmente y al que procuro no entrar jamás, es el de las bondades y maldades de lo público y lo privado (referidos a la gestión, funcionamiento, etc. de empresas, servicios y demás). Hay postulantes de ambos ámbitos y todos ellos, por el mero hecho de posicionarse, adoptan actitudes dogmáticas e irracionales, generalizando todo y, prácticamente siempre, sin consultar datos y manejando casos únicos sesgados. Mi opinión es que, tanto en el ámbito privado como en el público, hay entidades, equipos y personas que funcionan maravillosamente, y otros que son un auténtico desastre. No se puede generalizar en ningún caso, y sospecho que tampoco hay posibilidad fiable de recabar datos estadísticos al respecto, dada la complejidad del asunto en general, y en infinidad de aspectos más concretos.

A lo largo de la transición española, catalizado por los diferentes gobiernos de centro, izquierda y derecha, se fue produciendo un claro desmantelamiento de entidades de titularidad pública (CAMPSA, RENFE, Iberia…), convirtiéndolas en privadas, lo que propició, entre otras cosas, un panorama general más privatizado y, de paso, unas oportunidades de enriquecimientos personales coyunturales (como la lotería, que les tocó a los que estaban allí y disponían de los medios para invertir) para parte de la población, y otras sospechosamente corruptas, para quienes (algunos políticos y altos cargos) estaban en la pomada.

De entre lo público que ha ido quedando (aparte ¡y menos mal!) de la Sanidad y Educación mayoritarias, encontramos dos redes de gran interés desde el punto de vista viajero: la de Paradores Nacionales, y la de Parques Nacionales. A la primera, quizás por ese complejo hispano que ocasionalmente nos hace avergonzarnos de connotaciones patrias, o por simples decisiones publicitarias, se la suele retirar el adjetivo en el lenguaje coloquial y sus materiales de difusión. La segunda, sin embargo, lo conserva siempre, al igual que sucede en todos aquellos países que presumen de tener red propia.

Comenzando por la primera de ambas redes, la de los Paradores Nacionales, según la Wikipedia: «El concepto Paradores se remonta a 1926 cuando el Marqués de la Vega-Inclán impulsó la construcción de un alojamiento en la sierra de Gredos, que se convertiría en el primer Parador de la red. Tras la inauguración de este primer establecimiento el 9 de octubre de 1928, se constituyó la Junta de Paradores y Hosterías del Reino».

Si los datos no me fallan, en la actualidad hay 98, de los cuales he tenido la agradable experiencia de haber pernoctado en nueve de ellos, además de haber visitado, comido o pasado algo de tiempo en otros once. Hubo una época en la que, por la situación de la economía interna del país y el tipo de gestión aplicado a la empresa de los Paradores, procuré alojarme en ellos en algunos tipos de viajes. Tiempo después, durante un largo periodo, sus precios me parecieron excesivos y me abstuve de disfrutarlos. Sin embargo, recientemente, entre ofertas y nuevas políticas de precios, he regresado, moderadamente, a su utilización. La idea en sí, la de una amplia red de alojamientos de calidad, que sea representativa de la diversidad de paisajes, historia, patrimonio y culturas de España me parece estupenda, así como el plantel de edificios, enclaves, connotaciones gastronómicas y reparto geográfico. Me alegro de que existan y de que nos representen. Los apoyo y los defiendo, y ratifico que, cuando el viajero se lo puede permitir, suelen recompensar el gasto.

En lo que respecta a la otra red, la de los Parques Nacionales, es mucho menor en número (que seguramente no en hectáreas de territorio), con 16 en total. Aunque únicamente he visitado siete, porcentualmente representan muchos más, aproximándose al 50%. Volviendo a la Wikipedia como fuente informativa sobre su origen, encontramos que: «Con la promulgación de la primera Ley de Parques Nacionales el 8 de diciembre de 1916, tras el impulso de Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós de conservar el patrimonio natural. Esta Ley dio paso a la creación del primer parque nacional en España el parque nacional de Picos de Europa el 22 de julio de 1918, denominándose entonces “Parque Nacional de la Montaña de Covadonga”».

Entre las funciones de los Parques Nacionales están las de dar a conocer ecosistemas geográfico-naturales a la población, así como preservarlos. Más que la cantidad, con su creación se busca cierta singularidad representativa. En algunos casos, el pulso entre la protección y el desarrollo de determinadas actividades en sus entornos propios o próximos genera algunas fricciones sociales y/o administrativas, pero, en términos generales, podría afirmarse que funcionan bien y, desde luego, que su visita siempre merece la pena. Dada la diversidad de tamaños y particularidades geográficas, hay parques perfectamente visitables en una jornada, mientras que para algunos otros nos haría falta toda una vida, por lo que suele ser recomendable comenzar por apuntarse a algún tipo de recorrido guiado y experto cuando se trate de una primera o única visita. Siempre que su regulación no sea excesivamente abusiva y celosa (prohibiendo repentina y unilateralmente actividades y usos tradicionales y que, en cierta medida, hayan logrado que una comarca concreta se haya preservado en un estado merecedor de su constitución como Parque Nacional), me declaro a favor de los Parques Nacionales y considero que quizás deberían aumentar algo en número. Por mi experiencia, su visita siempre satisface, y su paisaje y naturaleza impactan.

Vaya todo este adelanto como introducción de un viaje de carretera en el que diseñamos integrar parcialmente estas dos redes. Pernoctando en Paradores y visitando hasta tres Parques Nacionales (además de otras curiosidades). Fue un viaje por el interior peninsular, evitando las autovías (salvo en sus aproximaciones inicial y final, y algunos cortos tramos intermedios). Vamos con el diario.

Parador de Jarandilla de la Vera.

En esta ocasión dejamos la moto en casa y nos acomodamos en un coche. Modesto y económico, un utilitario simpático de cierto tamaño y bajo consumo. Para mí no es lo mismo que viajar en la moto, pero, a favor, en este caso, que resultaría más descansado, que podríamos comprar algunos productos locales además de portar el equipo de fotografía réflex, y que podríamos poner banda sonora contextualizada a los paisajes de carretera.

Era la primera quincena de junio, un inicio de verano anormalmente fresco que nos vino fenomenal para no sufrir grandes calores. Tomamos dirección sur desde Cantabria buscando empalmar, del modo más rápido y racional posible, con la autovía de la Vía de la Plata. Pocas paradas, un café entre Palencia y Valladolid, y un menú del día para comer, bueno y barato, poco antes de Plasencia. A ratos, incluso lloviznaba ligeramente. Una vez que tomamos rumbo este, mantuvimos un rato de autovía, pero pronto empezamos a circular por una virada carretera que discurre al sur del gran sistema montañoso. Extremadura estaba magnífica, con aspecto de vergel rebosante de verdor. Fuimos disfrutando del paisaje. Primero dehesa, y, entonces, laderas frondosas, cultivos y barrancos descendiendo desde las montañas. Recorríamos La Vera.

Nos acercamos al Monasterio de San Jerónimo de Yuste. Sabíamos de antemano que estaría cerrado por doble motivo: ser lunes, y que toda esa semana lo estaría a causa de un evento programado. No nos importó porque era el único día que nos encajaba pasar por allí. Paseamos un rato por sus inmediaciones. Por encima y asomando más tarde la mirada entre las verjas. Es bonito y, sobre todo, importante desde el punto de vista histórico. Y está en un enclave ideal. Era media tarde y nos detuvimos en Cuacos para recorrerlo pausadamente caminando. Su centro y sus plazas: la del ayuntamiento y la de D. Juan de Austria. En su día, Jeromín correteó por las callejuelas de la localidad.

Yuste. (Imagen propia).

Plaza del ayuntamiento de Cuacos. (Imagen propia).

Callejeando por Cuacos. (Imagen propia).

El Parador de Jarandilla de la Vera ocupa el Castillo de los Condes de Oropesa. Es magnífico, con un acogedor, elegante y antiguo patio de entrada. Nuestra habitación era clásica pero confortable. En el piso superior hay salones señoriales y una gran terraza con vistas al patio y al casco urbano. Nos tomamos un vino de la tierra sentados bajo los soportales del patio. Momento placentero. Después nos fuimos a pasear por el pueblo con itinerario inicial en descenso. Visitamos la iglesia-fortaleza que domina una amplia vista del territorio. También un museo centrado en la fiesta de Los Escobazos, la cual se celebra cada 7 de diciembre, y en ella cobran protagonismo unas antorchas vegetales que se prenden por la noche y generan un gran ajetreo callejero. Hay una plaza central de configuración irregular que resulta muy acogedora, aunque cuando la atravesamos estaba más bien desierta. Compramos un par de sombreros, un bote de espárragos de enorme tamaño, miel de encina, pimentón y chocolate con pimentón. Además, nos regalaron un pequeño hatillo de hierbas para condimentar.

Al atardecer paseamos por un parque con unas piscinas naturales situadas bajo nuestro castillo. Cenamos en El Labrador: vino extremeño del Guadiana (tempranillo joven y algo dulzón), ensalada de pimientos rojos, cecina de vaca y unas patatas revolconas, guiso local a base de patatas en puré con torreznos y pimientos secos. Muy bien y económico. ¡Buena jornada!

Vista del parador desde el parque de las piscinas de Jarandilla de la Vera. (Imagen propia).

El patio de acceso al parador de Jarandilla de la Vera. (Imagen propia).

¡Desde 1928! (Imagen propia).

 

Parador de Guadalupe.

Amaneció soleado. Tuvimos que madrugar para desayunar. Lo hicimos sentados junto a una ventana, casi solos, con generosa oferta y amplio surtido salado y dulce. Teníamos prisa para llegar a tiempo a una cita en Monfragüe. Descendimos en coche por las laderas de la Vera hacia la llanura, por carretera estrecha, algo virada y sin tráfico. Después, un poco de autovía dirección Plasencia (oeste), seguido de un giro hacia el sur para tomar una entretenida carretera por Monfragüe hasta alcanzar Villarreal de San Carlos.

Para conocer el Parque Nacional de Monfragüe habíamos reservado una visita guiada en un Land Rover en el que César nos hizo de guía. A nosotros y a otras dos parejas más. La primera parada fue en El salto del Gitano. Nada más llegar allí me percaté de que ya había estado allí en alguna ocasión anterior, aunque no he sido capaz de recordar cuándo ni con quién, pero, estoy completamente seguro, antes de que fuera declarado Parque Nacional en 2007. Desde la carretera de la margen izquierda del Tajo, a la sombra, las miradas de nuestros prismáticos se dirigieron hacia las peñas soleadas sobre la orilla opuesta, aunque también descubrimos algunas aves en las rocas más próximas de nuestro lado. Contemplamos decenas de buitres leonados. Volando y posados. El guía nos iba descubriendo los entresijos y detalles más interesantes, localizándonos ejemplares y apuntando a ellos con un catalejo moderno de observación. Así pudimos observar un nido de cigüeña negra con polluelos, e idas y venidas de uno de sus progenitores; otro de garza real; y otros de buitres. Eran fechas ideales para contemplar la cría.

El Salto del gitano en Monfragüe. (Imagen propia).

"Nuestro" Land Rover. (Imagen propia).

Dos buitres leonados a la sombra. (Imagen propia).

Buitre leonado en vuelo. (Imagen propia).

Buitre leonado batiendo sus alas. (Imagen propia).

Nido de buitre leonado. (Imagen propia).

Tres nidos con crías muy próximos: cigüeña negra (rojo), garza real (azul) y buitre leonado (naranja). Imagen propia.

Cigüeña negra en vuelo, regresando a su nido. (Imagen propia).

El nido de cigüeñas negras más en detalle y con sus "inquilinos". (Imagen propia).

El nido de las garzas. (Imagen propia).

Grupo de buitres en la cúspide sobre el Salto del Gitano. (Imagen propia).

Buitre leonado en vuelo, visto desde un ángulo superior. (Imagen propia).

Regresamos por la misma ruta, con alguna parada explicativa, y tomamos dirección oeste pasando por la desembocadura del Tiétar en el Tajo. En la segunda parada nos indicaron un nido de cuervos, otro de mantis religiosa y el de otro insecto que ya no recuerdo. Lo mismo que fuimos ilustrados en variados detalles de fauna y flora locales. Continuamos en el todoterreno y, rato después de cruzar el Tiétar, rodando por su margen izquierdo, nos detuvimos para ver un nido de alimoche, también con polluelos. De vuelta, algo más lejano, otro nido de buitre negro. Durante todo el regreso nos topamos con varios ciervos: una madre con una cría recién parida, un macho acostado, otras madres con crías, una de las cuales se detuvo frente a nosotros para amamantarse, y varios ejemplares bebiendo en diferentes puntos del recorrido. Al circular por allí, especialmente en los pasos más elevados de las carreteras, las panorámicas conforman una especie de laberinto de aguas trazado por los meandros de los ríos, sus desembocaduras y los recovecos de sus aguas embalsadas invadiendo vaguadas y originando salientes de tierra. También había unos cuantos ciervos en la charca cercana al centro de visitantes.

Lo que parece la cabeza de un monstruo rocoso sobrenatural esconde un nido de alimoche en su boca. (Imagen propia).

Una aproximación más detallada nos muestra al alimoche al cuidado de sus crías. (Imagen propia).

Comimos un menú del día en el pueblo y, ya de regreso, un venado macho nos ofreció una majestuosa despedida al borde de la carretera. Deshicimos el tramo matinal de calzada estrecha y parte del de autovía en dirección opuesta (este) hasta las inmediaciones de Navalmoral de la Mata, donde viramos hacia el sur mediante la EX – 118. Primero encontramos paisaje de dehesa. Al rato, a la izquierda, la inmensa superficie del embalse de Valdecañas y las estilosas columnas estriadas del Templo de los Mármoles, al final del puente que cruza la zona oeste en la que el embalse comienza a estrecharse. Son columnas de granito gris, muy estilizadas y que conservan al menos un frontispicio. El resto de la ruta hasta Guadalupe, la que pasa por Castañar de Ibor (y varios Ibores más) nos encantó. Muchas curvas en altura, el valle a la derecha y un cordal escarpado a la izquierda. Con la mayor parte del terreno constituido por lomas de olivares con manchas de bosque mediterráneo y claros de praderas. Fascinante.

Paramos en Navalvillar de Ibor para comprar aceite, y continuamos durante un maravilloso rato de conducción paisajística y entretenida. De esos en los que el cambio manual se agradece y le permite a uno disfrutar de una conducción que, cada vez más, suele resultar aburrida y anodina en el resto de las condiciones diarias al volante.

El Parador de Guadalupe se nos antojó fresco y de aires moriscos. Tiene celosías en muchas ventanas y arcadas, permitiendo mirar sin ser visto. Por detrás del edificio principal disfruta de unos jardines con fuentes de aspecto árabe y una piscina. La habitación también mostraba cierto aire musulmán, con detalles coquetos, frescura ambiental y leves guiños de tipo mudéjar.

Parador de Guadalupe. (Imagen propia).

Detalle del patio interior. (Imagen propia).

Nos tomamos nuestro vino ritual en el patio a temperatura ideal. Más tarde dimos un paseo por el pueblo. Resulta sorprendentemente agradable, integrando una plaza y monasterio monumentales, con un casco urbano típico de Extremadura: entresijo de callejuelas encaladas, pendientes cuestas, estrecheces, plantas por doquier, algunos soportales, etc. Vida española que conserva aspecto y esencia ancestrales. La fachada de la basílica es imponente. Enorme y repleta de detalles labrados en la piedra. Se enfrenta a una plaza de contorno irregular que está llena de bares y restaurantes. Cenamos al aire libre en uno de ellos, frente a la fachada principal del templo, con golondrinas, vencejos y aviones alardeando, hiperactivos, de sus habilidades de vuelo sobre nosotros. Temprana velada a base de gazpacho extremeño y surtidos de ibéricos y quesos. Para más entretenimiento, los detalles de la gran iglesia que se nos iban revelando poco a poco a medida que la luz natural iba pasando el testigo, muy progresivamente, a la iluminación artificial; además del siempre peculiar ir y venir del paisanaje local: gente, caballistas y algunos coches. Estuvimos encantados.

Los viajeros en Guadalupe. (Imagen propia).

Soportales en Guadalupe. (Imagen propia).

Calles estrechas extremeñas. (Imagen propia).

Un flanco del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe. (Imagen propia).
 

Parador de Toledo.

También en Guadalupe nos vimos obligados a madrugar por la misma razón: cita reservada para una visita guiada. El desayuno volvió a ser completísimo, sabroso y con muchos toques u opciones de productos locales. El viaje continuaba con rumbo preferentemente oriental, a través de unos 120 km de lentas y tortuosas carreteras vacías. Paisajes de serranías extremeñas al principio. Alternando todavía los olivares con la montaña silvestre y agreste. Más adelante surgieron amplios llanos de dehesa, que casi comprimían una estrechísima cinta de asfalto bacheado, con tramos en los que la línea central desaparecía. Eso sí, por allí, preferentemente en forma de largas rectas.

Cruzamos el Guadiana a la altura del embalse de Cíjara y dibujamos infinidad de curvas recién asfaltadas por la margen izquierda del curso de agua. También disfrutamos de un tramo de excelente firme, pero en trazado de montaña. Pese a haber madrugado, la soledad rodada y tan hermosa diversidad de hermosura paisajística nos alegraron parte de la mañana. Alcanzamos Horcajo de los Montes a la hora prevista y, desde allí, el centro de visitantes del Parque Nacional de Cabañeros.

La jornada estaba siendo totalmente soleada, pero en ningún momento superó los 28 grados. Además, soplaba brisa ligera. Juanma, el guía, nos esperaba con un flamante microbús Mercedes 4x4 para nosotros solos. Al ser los únicos clientes, pudimos viajar delante, ya que el vehículo disponía de tres asientos en su puesto de conducción. Juanma explicaba bien y sin excesos. En nuestra opinión, en dosis óptimas, convirtiéndose en un guía excelente. Rodamos unos pocos kilómetros por carretera asfaltada y, enseguida, tras superar una valla de acceso restringido, nos internamos por pistas forestales. El itinerario lo iniciamos con un descenso boscoso en el que nos saltaron dos ciervas y levantamos una hembra de jabalí con su camada de rayones. El guía nos iba explicando la geografía y la historia del parque, y alcanzamos una zona abierta (he olvidado la denominación) constituida por una antigua dehesa en actual proceso de asilvestramiento. Una especie de Serengueti con encinas, algunas de las cuales han sido roídas por los ciervos de un modo muy particular. Poco después de contemplar un ejemplar de lagarto ocelado (lagarto de mayor tamaño de la Península) empezamos a ver muchos venados. Primero un macho hermosísimo. Mientras, fluía una agradable conversación. A partir de un punto dado, giramos 90 grados hacia la derecha (un suroeste aproximado) y el camino se convirtió en rudas camberas con piedras grandes sueltas y algunos vados secos. La abundancia de ciervos fue mayor. Hembras y crías conformando algunos modestos rebaños, y machos sueltos o a pares. Nos detuvimos para tratar de observar aves ante una elevación rocosa que emergía desde un bosque cerrado. Bien guiados, avistamos buitres leonados posados sobre rocas o árboles. También otros negros volando, así como un águila imperial mucho más alejado. Otra parada nos reveló su nido y descubrimos unos buitres negros tomando tierra muy cerca. Caminamos hacia el lugar para tratar de fotografiarlos algo más de cerca.

Ciervo macho en Cabañeros. (Imagen propia).

Hembras y crías. (Imagen propia).

Dos jóvenes machos de venado. (Imagen propia).

Buitre negro en vuelo. (Imagen propia).

Dos buitres negros posados. (Imagen propia).

Un par de buitres negros alzando el vuelo. (Imagen propia).
 

De nuevo en el vehículo, regresando, nos acercamos en dirección opuesta hacia otros cerros más lejanos. Juanma nos mostró un águila culebrera en acción. Luego vimos un alcaudón común muy próximo, con un hermoso colorido. Además, torcaces, tórtolas turcas, etc. ¡Y más ciervos! Casi al final, otra hembra de jabalí (quizás la misma) saliendo de una charca con su prole, embadurnada de barro. La experiencia resultó una ruta y guía magníficos.

Estupendo vehículo en Cabañeros. (Imagen propia).

En el pueblo, aprovechamos para comer un nuevo menú del día (estupendo y económico modo de abastecerse por este país, especialmente en el entorno rural): salmorejo, codillo, flan y café. Al mismo precio, exactamente, que en mesón de mi pueblo.

De nuevo en ruta, rodamos por una carretera de montaña que todavía formaba parte del Parque Nacional. ¡Fantástica! Las montañas nos ocuparon bastante kilometraje y permanecieron prolongándose mediante los Montes de Toledo. Después llegaron las rectas, los campos y los pueblos. Con menos densidad de olivares, pero también bonito. Y así, mediante largas rectas, nos introdujimos en las llanuras manchegas. En Retuerta del Bullaque, escenario quijotesco, nos detuvimos para ver pasar un inmenso rebaño de ovejas trashumantes. Nuevos detalles pasados empeñados en aferrarse al presente y, esperemos, quizás a un futuro necesario. Nosotros continuamos en dirección preferentemente este.

En Retuerta de Bullaque. (Imagen propia).

Más adelante, hacia el nordeste, nos plantamos directamente en el Parador sin entrar en Toledo. Es importante señalar que no era la primera vez que visitábamos Toledo, por lo que nuestros objetivos allí eran más bien relajados, en plan de disfrute calmado y poco ambicioso. Más cualitativo que cuantitativo. El Parador está encaramado a una ladera rocosa desde la que se contempla perfectamente Toledo. Concretamente en la vertiente opuesta del Tajo, en la zona sur de la hoz mediante la cual el río rodea la ciudad.

Nos alojamos en una estupenda habitación con acceso directo al jardín de la piscina. El alojamiento es más moderno que los otros que visitamos aquel viaje, la cama tenía una estructura de dosel, pero sin vestir. Una pared acristalada se abría en doble hoja para salir a una terraza propia con dos sillas y una mesita desde las cuales, caminando por la hierba, uno llegaba al vaso de la piscina. Pasamos el resto de la tarde dándonos un refrescante baño y leyendo al sol. Para este viaje llevaba conmigo el segundo de los dos volúmenes de Viaje por España de Charles Davillier y Gustave Doré[1]. La obra recoge los diarios de viaje del barón Charles Davillier junto con los grabados del pintor Gustav Doré. Ambos recorrieron casi toda España y plasmaron su experiencia en un libro publicado en 1874. Junto con la magna obra de Richard Ford[2] y la más contemporánea de Michener[3], es una de las lecturas que me suelen acompañar cuando emprendo viajes temáticos por nuestro país. En definitiva, entusiasmo placentero sosegado, al haber decidido disfrutar del parador el resto de la jornada. Dejamos Toledo para el día siguiente.

Pospusimos pues el vino de bienvenida para tomarlo en la terraza de la cafetería, a la sombra, y ante toda la vista de la ciudad. Un privilegio. La cena posterior resultó idílica. Al aire libre, en otra terraza con mejor ángulo de visión todavía, en primera fila y con un buen tramo del agua del Tajo a la vista. La velada fue transcurriendo mientras la luz de la tarde dejaba pasar a una espectacular puesta de sol para, finalmente, ser sustituida por la iluminación de la ciudad, con destacado protagonismo del Alcázar y la Catedral. ¿El menú? Irreprochable: paté de perdiz de tiro con fresas y miel; plato sefardí de cordero y relleno envuelto en láminas da calabacín (M optó por un estupendo rodaballo); helado de queso con salsa dulce de hidromiel y manzana en gelatina; vino tinto crianza, syrah, de La Mancha (Finca Antigua 2019). Momentazo del viaje.

Cena muy especial en el parador de Toledo. (Imagen propia).

La mañana siguiente pudimos no madrugar y disfrutar, con mucha más calma, de otro magnífico desayuno. Habiendo visitado Toledo en el pasado en varias ocasiones, optamos por tomárnoslo de forma relajada, y reduciendo las visitas a algunos de esos detalles no abrumadores y con encanto muy particular y personal. Iniciando ruta junto al Alcázar y, tras cruzar la plaza de Zocodover, paseando para visitar la mezquita del Cristo de la Luz, el Colegio de las Doncellas, el convento de San Juan, algún otro templo y la encantadora sinagoga de Santa María la Blanca, que me encanta. Entremedias, nuevamente, entramos a Santo Tomé para contemplar, una vez más, El entierro del Conde de Orgaz. Reconozco que, si bien la obra del Greco, en general, no me apasiona, ese cuadro me fascina. Y lo hace especialmente, en el plano terrenal de los dos que presenta, mucho más que en el celeste. Los retratos lánguidos, casi etéreos, pálidos, etc. habituales en el Greco no están entre mis estilos pictóricos favoritos, pero la escena inferior del entierro se me antoja mucho más nítida, material o realista, y esa, sí que me entusiasma. Y, claro, también, el contraste propuesto por la totalidad del cuadro.

Detalle de la fachada del Cristo de la Luz. (Imagen propia).
 

Tras pasar la mañana en Toledo, regresamos a comer al parador: ajoblanco con sardina ahumada y tartar de aguacate (delicioso plato frío), bacalao confitado (bueno), y ginescada (un postre de origen sefardí que no me convenció). El café pasamos a tomarlo a la terraza, antes de iniciar una tarde de siesta, lectura y piscina. Y es que por la noche teníamos planes.

Nos acercamos al parque temático Puy du Fou para acudir a su espectáculo nocturno El sueño de Toledo. No soy de parques temáticos, he visitado muy pocos porque al hacerlo me he percatado de que suelen presentar unos formatos, ambientes y dinámicas que no me van. En este caso apenas lo recorrimos un poco antes de tomar algo ligero en sustitución de la cena. Íbamos a lo que íbamos, que era el espectáculo. Un enorme graderío al aire libre se encara, con una ría artificial de por medio, ante una especie de maqueta de una antigua ciudad de Toledo en tamaño natural (1:1). En dicho enorme escenario, durante algo más de una hora (casi 1h 30) se desplegó todo un cúmulo de acciones que pretendían resumir mediante escenas sucesivas una historia de Toledo. Prevalecían las escaramuzas y la actividad frenética sobre los contenidos, y el espectáculo se desarrolló por tierra, agua y aire, combinando medios tecnológicos con muchos figurantes (humanos y animales) de carne y hueso, ambientación proyectada, efectos especiales, grandes objetos espectaculares, etc. En mi opinión resultó sorprendente y mereció la pena. En un momento en el que el ocio mayoritario y cotidiano se basa, cada día más, en los formatos de pantallas, la propuesta de Puy du Fou actúa como potente reivindicación de lo real, lo palpable, aplicado a la narrativa audiovisual de aventuras y acción. En su variadísima y dinámica puesta en escena no cabe ese corta y pega con el que actualmente el cine resuelve tantas escenas de multitudes. Los caballos están vivos, las llamas queman, el agua moja y los numerosos artefactos están ahí delante… ¡construidos! Ya solo por ello, aunque sea como acto de protesta, conviene acudir alguna vez. Una superproducción en 3D real.

De regreso al Parador, disfrutamos durante un rato de la serena y cálida noche, sentados en nuestro jardincillo frente a la piscina, bebiendo un vaso del syrah que nos había sobrado de la noche anterior.

Parador de Almagro.

Nuestro periplo ocupó, además del sábado siguiente, los cinco días laborables de una semana, así que aquella mañana era viernes. Volvía a hacer sol y las temperaturas, ya, empezaban a ascender notablemente. Dejamos Toledo por autovía hacia el sursureste, atravesando una zona árida, seca y llana de La Mancha. El trayecto nos mostró dos o tres castillos a nuestra izquierda. Uno de ellos, en Consuegra, levantado sobre un cerro, acompañado de una magnífica hilera de molinos de viento sobre el perfil del cordal.

Una vez en carretera convencional, rodamos a través de infinitas extensiones algo más verdes, con constante alternancia de parcelas de olivares y viñedos. A partir de cierto momento, a la derecha, aparecieron algunas montañas. Tras un giro hacia la derecha, tomamos una carreterilla muy estrecha que discurría ente viñedos, y que presentaba algunas tímidas ondulaciones. Habíamos cruzado un territorio vinícola inmenso, y estábamos ya aproximándonos al centro de recepción de visitantes del Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. De nuevo en el Guadiana. Muy poco antes de llegar, se pasa junto a un antiguo molino con el cauce seco. Allí hacía calor. Nos dieron un plano e instrucciones, e iniciamos una ruta caminando por el sendero más aconsejado: la ruta amarilla que recorre la Isla del Pan y otros islotes. Es dónde más agua había, así como aves en libertad. Las Tablas viene sufriendo un problema endémico de falta de agua. Parce ser que viene más causada por la sobreexplotación próxima de los acuíferos, que por la sequía. Hay ocasiones en las que apenas se ve ya el agua. En ese sentido, fuimos bastante afortunados porque aquella primavera sí que había gozado de bastantes precipitaciones.

El recorrido alterna breves tramos de sendero con muchos metros de pasarelas y tarimas de madera que permiten caminar sobre las láminas de agua. Vimos fochas, aves cazadoras acuáticas, flamencos y espátulas volando sobre nosotros, zarapitos, algunas otras zancudas, etc. El entorno es agradable y facilita bastante la fotografía faunística. Es el Parque Nacional más pequeño de la red. Se puede visitar perfectamente caminando y lleva poco tiempo hacerlo.

Aspecto típico del recorrido por las Tablas. (Imagen propia).

Flamencos sobrevolándonos. (Imagen propia).

Gran actividad de "pesca". (Imagen propia).

(Imagen propia).

Cardos. (Imagen propia).

Espátula en vuelo. (Imagen propia).

Zarapito. (Imagen propia).

Diversidad de aves... no es mi especialidad, no me conozco todos los nombres. (Imagen propia).

Después de la visita, tras deshacer, en sentido opuesto, parte del kilometraje de aproximación, pusimos rumbo al sur en dirección a Almagro. Su Parador Nacional ocupa un antiguo, bonito y acogedor convento construido en piedra y ladrillo a la vista. Almagro tiene un centro interesante, conformado por tranquilas calles en las que las paredes blancas encaladas son abundantes y hacen que los portalones y fachadas de algunas casas-palacio destaquen cuando se pasea por ellas. La plaza, lo más celebrado de la localidad, es muy hermosa. Alargada y jalonada por sendas hileras de galerías pintadas de un verde algo azulado. En la mayor parte de las calles, si uno se fija bien, comprobará que los canalones de desagüe de los tejados están rematados con figuras artesanales. Son nuevos, pero presentan trabajos decorativos. Entre las fachadas nobles antes mencionadas, algunas destacan por su piedra vista o por su ladrillo.

Vista de los patios exteriores del Parador de Almagro. (Imagen propia).

Un detalle callejero en Almagro. (Imagen propia).

Hermosísima plaza de Almagro. (Imagen propia).

Cominos en la plaza a base de tapas tradicionales de la comarca. Nos atendió una chavala muy maja y atenta, con pinta de estar trabajando en vacaciones, en el negocio familiar, para sacarse unas perras para sus gastos. Como el calor apretaba, se impuso una siesta en la habitación de aspecto muy tradicional, un baño en la piscina pentagonal, otro poco de lectura de jardín y una copa de tinto de La Mancha en el bar bodega del parador.

Avanzada la tarde, disfrutamos de una visita teatralizada en el Corral de Comedias. Una especie de entremés cómico en el que, mediante un sencillo guion de enredo y mucho interactuar con el público, los actores iban desentrañando los nombres y usos tradicionales de las diferentes partes y zonas del corral. Resultaba emocionante estar allí, especialmente para nosotros, aficionados al teatro en general y al clásico en particular. El lugar es precioso, acogedor y sugerente, y ayuda al tratar de imaginar el ambiente que debía de darse en aquel tipo de lugares y espectáculos.

Detalle interior del Corral de Comedias. (Imagen propia).

Vista general del Corral de Comedias. (Imagen propia).

De nuevo en la calle, paseamos notando que, pasadas las horas de más calor del día, el pueblo hervía en deambular vecinal y vida social. En una tienda de ultramarinos, regentada por una mujer muy amable, compramos una caja de flores de hojaldre y unos vinos tintos manchegos, diferentes entre sí, pero todos ellos de uva syrah. Cenamos ligero en una terraza de la plaza. Un surtido de ibéricos, mientras disfrutamos de la creciente animación familiar local y una hermosísima luz cálida de crepúsculo dorando una de las largas hileras de galerías de la plaza.

La jornada finalizó tomando un gin-tonic, anunciado como muy especial, en una especie de rústico chill-out en El Patio de Ezequiel, antes de regresar paseando hasta el parador, en plena cálida noche de verano sureño.

Vuelta a casa.

Nuestro último desayuno de parador, también estupendo, fue en un gran patio flanqueado por elevadas paredes de viejos ladrillos a la vista, techado con largos toldos para garantizar sombra todo el día, y parcialmente ocupado, a nivel del suelo, por varios estanques de azulejo por los que corría el agua y generaba discretos pero sonoros borbotones.

Varias carreteras diferentes nos fueron llevando por la llanura manchega, extensísima y cultivada, aunque con aspecto seco. Los molinos se iban dejando ver en diferentes direcciones del horizonte. Habíamos elegido Campo de Criptana para verlos de cerca. Allí, el conjunto es magnífico, y pasamos un buen rato admirándolos, paseando entre ellos y fotografiándolos. A partir de entonces, únicamente quedaba regresar. Norte, norte y más norte. Bastantes kilómetros, muy pocas paradas y cargados de recuerdos.

Molinos de viento en Campo de Criptana. (Imagen propia).

(Imagen propia).

(Imagen propia).

Los Parques Nacionales no me defraudan, deberé ir añadiendo más a los que ya he visitado anteriormente (en mi caso, preferentemente los de montaña). Este viaje supuso, además, regresar a algunos hábitos anteriores. El del uso de la cámara réflex resultó un reencuentro bastante fructífero y agradable, creo que ha vuelto para quedarse. Y el haber vuelto a disfrutar de los Paradores, otro acierto placentero. Aunque no es algo de lo que me pueda permitir abusar, espero seguir conociendo el resto de su red, aunque sea de vez en cuando.

 



[1] DAVILIER, Charles; DORÉ, Gustave: “Viaje por España. Vol II”. (1874). Miraguano. Madrid, 1998.

[2] FORD, Richard: “Manual para viajeros por España y lectores en casa”. (1845). Turner. Madrid, 2008. 7 tomos.

[3] MICHENER, James A.: “Iberia”. (1968). Plaza & Janés. Barcelona, 1971.

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