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martes, 3 de septiembre de 2024

PEREGRINACIÓN LEBANIEGA "B" (valles de Cantabria)

Llevo ya unas cuantas peregrinaciones jubilares a Santo Toribio de Liébana. Una en bicicleta de montaña y otra en Vespa, pero, todas las demás, que creo que han sido cuatro, caminando a través de montañas o valles. De estas cuatro, la primera y la cuarta han sido en grupo de amigos, otra guiando alumnado de Secundaria, y una más en solitario. Con ligeras variaciones, casi todos mis recorridos (exceptuando el de la Vespa) hasta ahora habían utilizado una ruta de mayor elevación, bastante cercana a la Cordillera Cantábrica. Di cuenta de algunas de ellas en tres escritos. Uno impreso en un capítulo de mi libro de viajes Cuatro Caminos, y otros en sendos artículos de blog: Año jubilar y Peregrino en bestias nobles. Ha sido en el libro y en el Año jubilar donde mayor contenido relacionado con el origen y la historia del Camino Lebaniego (y sus protagonistas históricos) he presentado, y considero que con extensión más que suficiente, por lo que, en esta ocasión, he decidido obviar ese tipo de contenido. Lo que aquí presento es la narración de mi última peregrinación, cuyo interés radica fundamentalmente en la evidente diferencia de itinerario.

Aunque de nuevo caminando de oriente a occidente, en esta ocasión, mis amigos (J, A, M) y yo optamos por viajar algo más alejados del cordal más elevado de la cordillera (un poco más al norte), teniendo de atravesar sucesivos valles cántabros ascendiendo a los cordales de sus cuencas y descendiendo hasta los lechos de los ríos que les han dado forma. Empezamos en el Besaya, atravesamos el Saja y el Nansa, y finalizamos alcanzando el Deva.

 

Etapa 1: Pesquera – Los Tojos.

Apenas dos o tres días más tarde de que varias estaciones de tren sufrieran colapsos y convivieran con el caos, justo después de que el ministro de transportes del momento (un hombre que se hizo famoso por insultar ante las cámaras de televisión al presidente del gobierno de un país con el que, supuestamente, mantenemos buenas relaciones y mucha cooperación comercial) afirmara que el transporte de ferrocarril vivía su mejor momento histórico en España, nosotros aparcamos un coche en la estación de Guarnizo (vía ancha, antigua red de RENFE), habiendo consultado previamente los horarios en la página oficial en internet. Afortunadamente habíamos ido con tiempo y nos dio por entretenernos mirando cartelería para tratar de adivinar en qué andén ubicarnos. Y allí, en papel impreso, un par de carteles avisaban de que por dicha estación no pasarían trenes, ya que, por obras en la vía, los trenes procedentes de Santander serían autobuses y sus paradas podrían estar ubicadas en otros lugares. Salimos de allí acelerados, nos trasladamos en el coche a Renedo, pudimos aparcar y allí, ya sí, esperamos al tren. Entre aquel incidente inicial, y otro final que también tuvo que ver con el transporte público, el resto del camino no sufrió percance ni distorsión horaria alguna, quizás porque dependió exclusivamente de nosotros mismos y de nuestro caminar.

Ya en el tren y con él en marcha, pudimos relajarnos y charlar hasta alcanzar nuestro destino, río Besaya arriba, que era la estación de Pesquera. El día empezaba claramente nublado, dando razón a la previsión meteorológica. Empezamos a caminar por una carretera local que nos llevó hasta Rioseco, a partir de donde continuamos ascendiendo por una pista. Desde entonces empezamos a convivir, compartir territorio, con el ganado vacuno y caballar que durante el verano puebla libremente por montes y campas comunales (pastos de altura).

Inicio de la ruta en Pesquera.
 

A partir de determinado momento, la lluvia hizo acto de presencia y tuvimos que ponernos nuestras capas impermeables. La verdad es que todas cumplieron con eficacia su función. Poco a poco, la pista nos llevó hasta una amplia braña que atravesamos, y volvió a aparecer para seguir ascendiendo más adelante. Llegamos al collado Pagüenzo, punto más elevado de la primera etapa.

El collado Pagüenzo separa la cuenca del Besaya de la del Saja, se presenta como braña y es un lugar con gran significado personal para mí y que he visitado en numerosas ocasiones, incluyendo el avance con esquís. Las vistas hacia la cuenca del Saja ofrecen un territorio sin poblaciones, tapizado, casi completamente, de hayedos. Desde allí tomamos una estrecha cambera con mucho barro. Enseguida se internaba en una masa boscosa muy extensa. A excepción de un breve tramo de pinar, la mayor parte del trazado, que es muy largo, atraviesa unos maravillosos bosques de hayas con algunos acebos infiltrados. La cambera, muy deteriorada, muere en la Braña del Lodar. Poco antes de llegar, a J y a mí, que entonces íbamos algo adelantados, nos sorprendió un próximo aleteo de buitre. Se ve que despegó muy cerca nuestro, antes de haber entrado en las profundidades del bosque. Es un lugar de gran belleza y máxima intimidad, al encontrarse bastante alejado de cualquier población. En esta ocasión me sorprendió la cantidad de vegetación poco amable (helechos, escajos, etc.) que la cubría, pues la recordaba con pasto corto y terso. Aún queda espacio limpio, pero mucho menos, proporcionalmente, que otras veces.

Panorama nublado en la Reserva del Saja.

Musgo y arbolado.

A partir de la braña, la cambera, apenas utilizada, se ha ido convirtiendo en sendero. El recorrido es fascinante, digno de las escenas de bosque de las películas de la serie de El Señor de los Anillos. Un auténtico placer para los caminantes. Hay zonas en las que el musgo, ignorando si el lecho disponible es vegetal o mineral, tapiza todo lo que el caminante contempla alrededor. El sendero serpenteaba entretenidamente entre laderas, arroyos, barrancos y pequeñas vaguadas. Siempre en el seno de un bosque espectacular. Y así, algunas horas después, alcanzamos el lecho del río Lodar (también llamado Argonza). Hubo que vadearlo, y llevaba bastante agua. Encontramos un punto de paso un poco más arriba. Las piedras estaban húmedas y resbaladizas por la lluvia, así que tuvimos que emplearnos con pies y manos, y algún pie acabó sumergido, Nada grave, teniendo en cuenta que a aquellas alturas de la excursión todos llevábamos ya los calcetines empapados.

Superado el río tomamos la ancha pista que se dirige hacia Bárcena Mayor procedente de la Cruz de Fuentes y el puerto de Palombera. Ese tramo se nos hizo largo, pero el tiempo fue mejorando progresivamente. Comimos nuestros bocadillos sentados a una mesa en la campa que hay por encima de Bárcena Mayor, y, a partir de allí, continuamos la ruta despojados de las capas. Cruzamos el que ya entonces es el río Queriendo mediante el puente de piedra que hay en la parte sur del pueblo. Allí, tomamos una pista hacia la derecha, que pronto se convierte en sendero. Discurre cerca de los prados, pero toda ella atravesando arbolado. Está señalizada con las marcas rojas y blancas del GR-71 Sendero de la Reserva del Saja, aunque también, desde hace muy poco, con flechas similares a las amarillas del Camino de Santiago, pero rojas. Se ve que, tras un pasado intento de focalizar la promoción del Camino Lebaniego en un recorrido concreto (al que personalmente nunca he hecho demasiado caso), las autoridades (o quién haya sido responsable de la señalización) han decidido ampliar el abanico de posibles rutas.

A partir de determinado momento, el sendero conectó con una pista que nos obligó a ascender con esfuerzo hasta una zona de claro de bosque donde la pista se hizo más ancha y, con nuestro destino a la vista, fuimos perdiendo altura, a ratos, hasta Los Tojos.

Alojamiento en Los Tojos.

El pueblo presenta un aspecto muy cuidado, con la mayoría de las casas rehabilitadas con primor y respeto a la arquitectura tradicional. Se veía gente. Local y veraneantes. Era domingo y había ambiente. Nos alojamos allí, en una bonita casa rural. No íbamos a ser menos que el emperador Carlos V, quién se alojó en Los Tojos cuando viajaba camino de Castilla.

Después de ducharnos, cambiarnos y descansar, nos fuimos pronto a cenar a uno de los restaurantes del pueblo. Menú casero y mucha hambre de inicio. Había que reponer fuerzas tras la etapa más larga del viaje. Desde el comedor oíamos los alaridos de una encendida partida de naipes entre el paisanaje local, que, finalizada, acabó en acalorado debate sobre las diferentes calidades de las mieles de elaboración local.

 

Etapa 2: Los Tojos – La Lastra.

Amaneció completamente despejado y soleado, pero con agradable frescura matinal. Nos agasajaron con un completo y excelente desayuno, después del cual nos pusimos en marcha por una carretera hacia Colsa. Según la guía El Sendero de la Reserva del Saja, de Juan Miguel Gil Alvarez y Fernando Obregón Goyarrola, el pueblo estaba abandonado allá por 1993. Ahora, veintiún años después, es un primor, un coqueto conjunto de casas de piedra, teja y madera, esmerada y respetuosamente restauradas. Otro tramo más largo, ya compuesto por pista y camino, así como con algunos segmentos de bosque y otros despejados, nos llevó hasta Saja. Presentaba variedad de breves ascensos y descensos, aunque, finalmente, bajaba hasta el río Saja, que cruzamos gracias a un puente en el pueblo del mismo nombre.

Tramo umbrío matinal.

Evitando el agua por un lateral.

Desde allí caminamos unos dos kilómetros por la carretera que lleva al puerto de Palombera. Discurre pegada al río, en sentido opuesto al del agua. Todavía se muestra llana y, aquella vez (y casi siempre) sin apenas tráfico. Luego tomamos una pista que surge por la derecha de la calzada. Es una larga ascensión que no resulta demasiado exigente gracias a que casi toda ella está sombreada por un magnífico bosque (preferentemente de hayas) y a que tiene una pendiente llevadera. Va dando curvas para ir ganando altura. Casi arriba del todo, el bosque desaparece. Allí empezó a darnos el sol de verdad, pero también, afortunadamente, la sensación de calor quedaba mitigada por el soplo de la brisa de altura. El panorama allí arriba es de pastos de hierba corta y agradable. Las brañas se extienden ampliamente por todo el cordal entre los dos valles. Es muy romo, poco o nada abrupto y el ganado (fundamentalmente vacuno y caballar) pastaba tranquilamente esparcido entre laderas y rincones. Aquella zona, que es amplia, eran las inmediaciones del Prau Concejo, las cuales no soy capaz de delimitar. La pradería presenta algunos pliegues, la pista desaparece, vencida por la fuerza vegetal, y las rodadas acaban siendo absorbidas. Es por ello un lugar propenso a los extravíos del excursionista en caso de niebla, algo frecuente en la zona. Nosotros pudimos encontrar fácilmente el estrecho sendero que surge marcado en una ladera, y acabamos dando con el último collado desde el que se desciende al siguiente valle, el del Nansa. Pero, algunos metros antes, por clamor popular, decidimos sentarnos en unas piedras a comer el bocadillo.

Panorámica durante nuestra segunda jornada.

Sendero en los pastos.
 

Tras el paso de algunos buitres planeando con velocidad, aparentando saber bien hacia donde se dirigían, apareció un hermoso alimoche. De un reluciente blanco que parecía como recién lavado. En solitario, se dedicó a volar enfrente nuestro. Parecía buscar algo, pues descendía mucho y trazaba círculos y ochos en la hondonada ante la que nos habíamos encarado. Finalmente, extrañamente confiado, ajeno a nuestra presencia, se posó. Lástima de teleobjetivo, pues disfrutamos de su presencia durante la mayor parte de nuestra parada para comer.

Las vistas de aquel día fueron muy diferentes de las de la boscosa jornada anterior. Tanto en las alturas, como en el posterior descenso hacia el Nansa, nos descubrieron, preferentemente, grandes espacios abiertos, cadenas de cordales de montañas resaltadas por el sol. Algunas tapizadas de arbolado, otras muchas luminosas por los colores de sus brañas o su maleza. Justo antes de iniciar el descenso, una perra mastina se nos acercó demandando mimosamente cariño. Grande, flaca, con capa muy clara, carrancla defensiva y moviendo el rabo con simpatía mientras buscaba restregarse contra nuestras piernas.

Durante el descenso, que resultó largo y algo penoso para quienes ya tenemos los pies muy disfrutados, apareció ante nosotros la mayor parte del itinerario que deberíamos acometer al día siguiente: una larga ascensión a base de zetas hasta un collado, y un camino de ladera desde allí. Pero aquello sería otro día, por el momento tocaba seguir caminando poco a poco, en descenso, por una pista que, en algunos momentos, especialmente al final, presentaba una pendiente muy acusada. Observando alrededor, en una pequeña braña situada en una vaguada bastante abrupta, conseguimos identificar a un venado macho. Estaba lejos, pero pudimos seguir sus discretos movimientos hasta que se perdió en la espesura del bosque.

Recién llegados al valle del Nansa, iniciando el descenso.

Vista de lo que nos esperaba al día siguiente.

Nuestro descenso finalizó en Tudanca, localidad que, con su nombre trastocado como Tablanca, se erige en escenario principal de la novela Peñas Arriba, de José Mª de Pereda. En el pueblo destaca una gran casona blanca que fue propiedad de José Mª de Cossío. El inmueble, aparte de ser la residencia de los protagonistas de la mencionada ficción, ha sido, durante muchos años, un punto neurálgico vacacional de erudición en diferentes momentos. En vida de Cossío, diferentes escritores pasaron allí temporadas, por ejemplo Rafael Alberti. Anteriormente, «Juan Manuel de la Cuesta, abuelo de José María, también había recibido a ilustres personajes durante mucho tiempo, como Miguel de Unamuno, Carlos Gardel, José del Río Sainz, Gerardo Diego, Giner de los Ríos y Gregorio Marañón, entre otros». (Wikipedia).

La Casona de Tudanca.

Alcanzamos Tudanca bastante fatigados. El pueblo, como casi todos los visitados, presentaba muy buen aspecto, con ordenadas pilas de leña apoyadas contra las fachadas de unas casas muy bien cuidadas, como esperando la llegada del invierno. Sus calles están en pendiente, lo mismo que una vía empedrada que, ascendiendo por la ladera por la que bajamos nosotros, pero en ángulo o rumbo diferente, servía antiguamente para deslizar las basnas (especie de trineos) cargadas de hierba desde los pastos de altura.

Nos quedaba cruzar el Nansa por un puente y acometer las pindias cuestas del pueblo de La Lastra, casi pegado a Tudanca, pero en la ladera opuesta. Allí, al borde de la carretera, hay un edificio de aspecto administrativo antiguo que fue sede de oficinas de la compañía que realizó las obras de la cercana y espectacular presa del embalse de la Cohilla, construida en 1950 en Polaciones. El inmueble es ahora bar, restaurante y apartamentos turísticos. Nos acomodamos en uno, descansamos, nos duchamos, estiramos y, yo, hasta bañé mis doloridos pies en las gélidas aguas de un arroyo que desciende por un lateral del edificio. A y J se fueron a visitar a un matrimonio local con quienes trabaron amistad en anteriores peregrinaciones y que se dedican, entre otras cosas, a la elaboración de miel. Yo estuve leyendo, haciendo anotaciones y, algo después, tomándome un blanco en la calle con M. Los ventanales del apartamento, generosos, ofrecían una agradable vista de los dos pueblos (La Lastra y Tudanca) así como del valle río abajo. La jornada finalizó con una cena temprana y muy tranquila.

 

Etapa 3: La Lastra – Pejanda.

En este grupo, los desayunos tendían a ser pausados. Sin embargo, una vez en marcha, aquel día el camino nos proponía la primera en la frente: un largo y exigente ascenso ininterrumpido y con muy poca sombra. De nuevo ante una jornada completamente soleada y algo calurosa. El trazado era una pista ancha que dibujaba algunas leves curvas intermedias y numerosas horquillas empinadas que nos llevaban de un lado a otro mientras ganábamos altura sin descanso. A nuestra izquierda, una abrupta ladera tapizada por escajos, helechos y demás cobertura vegetal silvestre y áspera mostraba cierta belleza, al estar cosida a tajos por dos barrancos en descenso directo, trazados por sendos arroyos de montaña.

Barranco de montaña.

Cada cual subió a su ritmo y nos reunimos todos en las brañas de un collado que da paso, mediante la continuación de la pista, a San Sebastián Garabandal. Aquel pueblo alcanzó gran fama y significativo peregrinaje a costa de unas supuestas apariciones marianas a cuatro niñas. Marianas (de la Virgen) y del arcángel San Miguel. El suceso y su divulgación tuvieron continuidad a través de nuevas supuestas apariciones y atención mediática añadida y provocó la afluencia de fervorosos creyentes procedentes de diferentes países europeos y, sorprendentemente, los EEUU. Entre unas cosas y otras, también el lugar ha sido objeto de tratamiento por parte de programas interesados en fenómenos paranormales. En lo que a mí se refiere, sea por lo que sea, pese a que conozco bastante bien mi región, nunca he estado en San Sebastián de Garabandal.

Y tampoco aquella vez, pues nuestro camino viraba en otra dirección (hacia la izquierda y un poco hacia arriba) para tomar una senda denominada el Camino del Potro. Antes de tomarlo, contemplamos la cresta y cumbre de Peña Sagra, pero por su vertiente nordeste. Al día siguiente caminaríamos justamente por la opuesta.

M coronando el collado.

J y A en el mismo lugar.

Peña Sagra desde el collado.

El Camino del Potro es un sendero rocoso que exige caminar con atención y cierto juego de piernas. Discurre de ladera y apenas tiene desniveles, salvo en su parte final, cuando desciende de nuevo hacia el valle. Parte de la ladera que cruza se corresponde con la falda del Cueto Cucón, hermosa montaña que, además de ofrecer unas vistas magníficas en todas direcciones, ocasionalmente permite algunos fantásticos descensos sobres esquís de montaña. En cualquier caso, el Camino del Potro, por sí mismo, también ofrece unas vistas estupendas. Su única pega es que no es circular, no permite una excursión cerrada sobre sí misma y además, si el visitante la pretende completar en dirección sur, ha de despachar anteriormente todo el ascenso de pista ya descrito.

Parte de lo ascendido visto desde el Camino del Potro. Abajo La Lastra y Tudanca.

La senda es aérea, aunque no dé vértigo. Lo es porque está trazada a una altura considerable sobre el valle. En mitad de su recorrido presenta un resalte, una especie de mínima colladina que hace esquina, ofreciendo dos panoramas bien distintos. Por el lado por el que nosotros veníamos, mirando ligeramente hacia atrás, desde allí se contempla una vista muy poco frecuente del valle del Nansa en dirección norte. Es algo que merece mucho la pena. Por otro lado, apenas unos pasos hacia el sur, nada más superar el resalte, uno se asoma ante el alto Nansa, con la alejada superficie del embalse a sus pies, la parte más elevada del valle encajonada entre bosques y, como magnífico fondo, el cordal de Alto Campoo, con el Cornón, el Collado de la Fuente del Chivo, el Pico Tres Mares y, a la derecha del todo, las murallas de Peña Labra, todos ellos claramente definidos e identificables. Una hermosura de vista.

Panorámica del valle de Nansa, río abajo.

Mirando hacia el otro lado con Alto Campoo como horizonte.

Mis compañeros de ruta recreándose en el paisaje.

A medida que seguimos caminando, enseguida pudimos ver la presa y la tortuosa carretera que desciende a su lado. Minutos más tarde, ya en claro descenso, el camino cruza un nuevo barranco con arroyo. El descenso se va acusando y la senda alcanza las proximidades del lecho del valle. En un recodo del camino, pocos metros antes de que este se convirtiera en carretera (o pista asfaltada), encontramos un rincón de generosa sombra, piedras sobre las que sentarse y un modesto curso de agua en el que poder poner los pies a remojo (y alguna rodilla) mientras comíamos el bocadillo.

En el Camino del Potro.

Aquella etapa era la más corta del viaje, pronto alcanzamos la carretera del puerto de Piedrasluengas y, apenas siguiéndola un kilómetro, nuestro destino en Pejanda. La aldea, francamente pequeña, con los años se ha ido erigiendo como un nodo vital para la conexión de largas travesías (moteras, ciclistas, senderistas, esquiadoras…) cuando el viajero pretende atravesar parte de Cantabria de este a oeste o viceversa. Así que su bar tiene siempre ambiente, además de alojamiento. Como era pronto, pasamos parte de la tarde charlando, tomando café y bebiendo líquidos frescos. En un momento dado aparecieron cuatro hombres de la zona de Campoo con los que entablamos conversación por resultarnos, uno, conocido. La tertulia se animó y fue generando nuevas conexiones de lugares y personas. Una vez se fueron, nuestra tertulia se prolongó algo más.

Tras el correspondiente aseo e instalación en las habitaciones, ellas se fueron al sol mientras nosotros leíamos. Más tarde nos reunimos junto al río y la bolera. Finalmente nos sentamos en la terraza de carretera. Por allí pasan pocos vehículos. Gente local con sus todoterrenos, viajeros en moto y poco más. Cenamos dentro en el comedor y cerré la jornada con un pacharán.

 

Etapa 4: Pejanda – Cahecho.

Una agradable sorpresa nos llegó con el desayuno: ¡frisuelos! Son una especie de buñuelos fritos típicos de Liébana, y aunque Pejanda está en Polaciones, ambas comarcas son fronterizas entre sí y comparten muchas influencias. Estos eran pequeños, con idea de complementar el desayuno con su picoteo.

Antes de partir estuvimos de charla con dos veteranos moteros de Burdeos que andaban finalizando un interesante recorrido por la Cordillera Cantábrica. Seguimos con un poco de cháchara con la cocinera, quien siempre tiene cosas interesantes que contar. Ya en marcha, ascendimos por la carretera que lleva a San Mamés. Asfaltada, pero sin tráfico. San Mamés también tiene la mayoría de las casas bastante arregladas, una orientación soleada y una localización envidiable. Desde allí, el ascenso para cambiar de valle es largo pero poco pendiente (a excepción de algunas rampas cortas pero pindias). Caminamos por una pista que se mantiene bastante recta casi todo el tiempo. Recorre la falda suroccidental de la sierra de Peña Sagra. Es un trayecto que nos resultaba bien conocido por haberlo recorrido en bastantes ocasiones anteriormente.

Primeras vistas matinales.
 

Llegamos al collado de las Invernaillas, punto más alto de todo el viaje, que roza los 1600m de altura (1586). Allí pasamos un vallado y tomamos un sendero entre escobales que, atravesando algunos regatos, y algo embarrado, supera una cuenca subiendo y bajando ligeramente. En mitad de la cuenca hay una braña con un chozo de piedra bien mantenido. Otra mastina cariñosa y de similar color se nos acercó amistosamente. Las vacas pastaban a su aire bajo el sol. A lo largo de todo el viaje las tudancas han sido evidente mayoría. Pese a ser una raza regional, hace no muchos años representaban porcentajes menores de la cabaña general en beneficio de otras más lucrativas. Actualmente, en tiempos de reducción del sector ganadero, su cría está apoyada con subvenciones, y su carne busca más la calidad gastronómica que la producción cuantitativa, puede que ello sea causa de su evidente resurgimiento.

Transitando entre ambos valles.

Tras la braña, las escobas volvieron a jalonar la estrecha senda hasta que superamos otro collado menor que daba fin a la citada cuenca. Allí, el panorama, que ya se venía barruntando durante el sendero, hizo explosión: de frente, los Picos de Europa en su conjunto, dejando entrever los tres planos correspondientes a sus tres macizos. Debajo, y, sobre todo a nuestra izquierda, el laberinto natural de vallecitos y vaguadas tapizados de espesura forestal que caracteriza al territorio lebaniego. Un paraíso natural. Todo ello se contempla desde una preciosa braña de tersa hierba salpicada de bloques de piedra. A medida que empezamos a bajar, surgieron unas rodadas que pronto se hicieron pista forestal y nos llevaron hasta la ermita de Nuestra Señora de la Luz, donde una cuadrilla andaba desbrozando sus alrededores. Allí repostamos agua fría de la fuente y, un rato después, encontramos un lugar donde comer a la sombra de dos poderosos robles.

Boscoso panorama de Liébana.

Los Picos de Europa.

De sobremesa llegó el purgatorio del eterno descenso hasta Luriezo, con su consiguiente dolor de pies. Hay tramos muy pendientes, y otros incluso cuesta arriba. Daba el sol y hacía calor y el recorrido se hace algo pesado a pesar de que el paisaje no defrauda. Luriezo es muy bonito, está bien situado y conserva una arquitectura muy tradicional. Parece un pueblo gemelo de su próximo Cahecho, pero con una significativa diferencia: Cahecho tiene una importante oferta turística, mientras que Luriezo ninguna. Hubo un tiempo en el que funcionó un interesante albergue de atractiva configuración, e incluso llegó a gozar de un bar francamente encantador, pero ninguno de los dos sigue abierto. El tramo de carretera que nos separaba de Cahecho lo solventamos en poco tiempo. Una vez instalados en nuestro alojamiento, anoté bajo un cenador exterior con unas impresionantes vistas a gran parte de la Cordillera Cantábrica, Campoo, la Montaña Palentina, Liébana y los Picos de Europa. Incluso un mar de nubes de había asentado sobre el desfiladero de La Hermida. Corrieron las claras y se animó la tertulia hasta la hora de cenar. Lo hicimos en un magnífico restaurante con similares vistas, buena carta y ajustado precio. La peregrinación ya olía a final.

Merecido descanso.

Último alojamiento.

 

Etapa 5: Cahecho – Santo Toribio de Liébana.

Quedaba rematar la faena. Tras tres jornadas completas de sol, el viaje terminaba con similar climatología a como había empezado: con el cielo completamente nublado. Tras el desayuno llegó la puesta en marcha. Pista sin grandes desniveles hasta adentrarse en los bosques que rodean Potes. A partir de allí, dos cambios notorios: constante descenso y comienzo de una lluvia bastante más intensa que la del primer día.

Lluvia y nubes como despedida.

La pista se inclinaba bastante en algunos tramos. Aparte de algunos sectores que atravesaban zonas repobladas con pinos, la mayor parte de ella transcurría por bosques de árboles caducifolios, con especial presencia de robles, aunque con bastante variedad de especies. Por la derecha dejamos un prado en el que se levanta la ermita de San Tirso. Es hacia abajo donde aparecen varios ejemplares de árboles singulares. Con troncos retorcidos y alterados por el paso de los siglos. Alguno de ellos tiene hasta nombre propio, como es el caso de La Narezona, que según la Dirección General de Montes del Gobierno de Cantabria presenta 13 metros de perímetro y se trata de un «Castaño monumental, probablemente milenario, muy conocido y simbólico entre la población local. La proyección de su copa es de 225 m2. Está considerado, junto con El Abuelo de Pesaguero, como el castaño más viejo de Cantabria».

Un castaño singular.

Un par de horas, aproximado, después de nuestra partida, alcanzamos Ojedo y la carretera general. Nos desprendimos de las capas y caminamos por itinerario urbano hasta que al llegar a Potes se puso a llover con gran intensidad. Capas otra vez y refugio en el porche de la estación de autobuses hasta que escampara. Había allí un nutrido grupo de cicloturistas.

Cuando paró de llover volvimos a la ruta. A ratos con capa y otros sin ella. Carretera hasta que apareció el camino que recientemente fue pavimentado con motivo de las campañas gubernamentales de promoción del Camino Lebaniego. Es una cuesta que, sin ser demasiado larga, siempre parece acabar atragantándose un poco, especialmente en días de mucho calor. Una vez en el templo nos incorporamos a la segunda parte de la misa. Era día laborable y fuera del pasado periodo de jubileo, por lo que no había tanta gente como en situaciones de apogeo. De hecho, la misa se celebraba en la capilla lateral que preside el Lignum Crucis, que sí que estaba llena, pero es bastante más pequeña. Al final, el sacerdote inició unas explicaciones históricas sobre la reliquia, a las que no nos quedamos por sernos sobradamente conocidas.

Los Picos de Europa desde Potes.

Descendimos hasta Potes sin lluvia, nos infiltramos en su casco antiguo y nos tomamos un vermú a la espera de mesa para comer. Tuvimos suerte y pudimos hacerlo en un restaurante de cuyo nombre no quiero acordarme, que, según mi opinión, y décadas de tradición local, posiblemente sea uno de los mejores a la hora de comerse un cocido lebaniego. Es lo que hicimos. Estaba, efectivamente, delicioso. Una fantástica celebración por el éxito de la ruta. Después vinieron los cafés en un local de moda del centro, y la odisea del autobús.

Y es que sí, el viaje terminó como empezó, con regularidad temporal de reloj suizo en lo que tuvo que ver con las caminatas, pero desajustes clamorosos en lo dependiente del transporte público. Resulta que gran parte de la tortuosa y angosta carretera del desfiladero de La Hermida está en obras. Parece estarlo permanentemente: desde hace años, ahora y hasta dentro de algunos años. No se puede negar que la orografía es muy compleja, no va por ahí mi lamento. El autobús fue acumulando retraso por culpa del tráfico turístico y de unos cuantos semáforos de paso único alternativo que regulaban tramos muy largos. Lo que no acabo de comprender es por qué, superado Panes, evitó totalmente la autovía hasta después de Torrelavega. Quizás tenía que comprobar que no hubiera gente esperando en algunas paradas (no parecía el caso), pero, desde luego, sabía perfectamente en qué lugares debía detenerse para dejar pasajeros, y hubiera sido factible haber avanzado mucho por la autovía. No quiero echar la culpa sobre el conductor (amable y eficiente), pero creo que la situación (conocida y habitual) podría mejorarse. El caso es que llegamos a Santander con más de una hora de retraso. Justo a tiempo para un transbordo a otro autobús costero que, por llenarse enseguida, se vio obligado a dejar en tierra a varios aspirantes a pasajeros en algunas paradas intermedias. En cierto modo fuimos afortunados. Lo triste de todo esto es que sigue habiendo un empeño estatal por querer que abandonemos el transporte privado en favor del público. A cambio, se generan grandes inversiones y gastos en las grandes ciudades (las de mayor tamaño), en incluso se subvenciona a sus usuarios. Mientras tanto, en las periferias regionales y, especialmente, en las zonas rurales, se abandona a la población por considerar poco rentable (económicamente y en votos) el gasto en ella, pero aplicándole similares medidas restrictivas y de castigo hacia el empleo del transporte privado. Al final acabaremos yendo andando, menos mal que, después de esto, estamos algo más entrenados (y bastante más felices).

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