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martes, 30 de julio de 2024

JULIO DE TOROS

¡Si no sabes torear para qué te metes! La sentencia popular, que, como tantas otras acuñadas en el entorno taurino, ha sido transferida por la gente a muchos otros ámbitos, es especialmente aplicable al escribir sobre toros. Y es que para poder hacer crítica taurina o reportajes relativos a complejos asuntos relacionados con el toreo propiamente dicho, el reglamento, la cría de bravo, el comportamiento de los astados, etc. hace falta atesorar mucho conocimiento específico, algo que, desde luego, a mí me falta. Sin embargo, los asuntos taurinos dan para mucho. Para tanto, que, sin pretender profundizar en lo técnico, purista, científico o profesional, le permite a uno pasearse por los ambientes, la cultura asociada a la tauromaquia, la fiesta, etc. Y eso es, únicamente, lo que pretendo plasmar aquí, algunos apuntes personales sobre un julio algo taurino.

De hecho, todo comenzó en mayo leyendo París era una fiesta. Es uno de los volúmenes recopilatorios de relatos cortos de Ernest Hemingway de mayor contenido, y que se corresponde, cronológicamente, a la época en la que, antes de ser autor de novelas, vivía en París como reportero. Lo estuve leyendo para documentarme de cara a un artículo sobre una temática que nada tiene que ver con los animales, pero, al hacerlo, encontré, cómo no, varios relatos taurinos, preludio de su inminente primera novela Fiesta.

Hemingway, muchos años después de haber publicado la novela, en la barrera junto a un diestro. (Imagen: verynicetravels.com).

Ya en julio, con los Sanfermines ahí, me animé a leer Fiesta, porque me encanta contextualizar o complementar mis viajes o experiencias con literatura relacionada con ellos. La novela parece que fue el primer gran revulsivo que hizo que las fiestas de San Fermín alcanzaran impacto global. Y es que, gran parte de ella, como todo el mundo sabe, se desarrolla en Pamplona durante las fiestas. Digo gran parte porque también París (previamente), Biarritz, San Sebastián, Madrid, etc. aparecen como escenarios con mayor o menor presencia. Y no digamos los ríos trucheros al sur de Roncesvalles. Pero el caso es que Pamplona, su fiesta y su plaza de toros, acogen el meollo principal de la narración.

La lectura me vino de perlas porque durante la celebración de San Fermín (salvo el fin de semana), cada año me levanto para ver el encierro televisado, justo antes de irme corriendo a la playa con el perro para darnos un baño juntos antes de desayunar. Esta costumbre de ver los encierros ha sido cosa reciente y culpa de dos de mis hijos (él y ella, los menores) quienes, motu proprio, de adolescentes se ponían el despertador para ver los encierros televisados. La retransmisión me parece una joya de realización y de tratamiento técnico única en el mundo. Por lo que retransmite y por lo bien que lo hace. Aplaudo igualmente el reverencial respeto que los locutores rinden con su silencio a los cánticos al patrón, así como a todo el desarrollo de cada encierro en directo. Y, personalmente, considero muy didácticas las aportaciones del especialista Teo Lázaro. Espero que todo ello se mantenga en el tiempo, venga quien venga a mangonear políticamente en la televisión pública.

Y precisamente fue en dicha televisión, en su segunda cadena, donde, viendo un día ese pequeño pero elegante resquicio taurino que programan cada sábado bajo el título de Tendido cero, descubrí la existencia de una novedosa editorial llamada El Paseíllo. Como soy un bibliófilo y un lector empedernido, me dio por explorarla en Internet y descubrí una serie de títulos y temáticas sugerentes, así que me arriesgué haciendo un pedido de tres de ellos. Dos de los cuales me han servido de lecturas durante la celebración de la Feria de Santander. Lo dicho, lectura contextualizada con la actividad.

La primera lectura es obra de Alberto González Troyano, y con su título y subtítulo deja más que claro de qué va (y… si no sabes torear, para qué te metes a leerlo): Montesquieu en el ruedo. Diestros, ganaderos y público: Tres poderes en conflicto. Un buen trabajo histórico sociológico que explica muchas cosas del presente, provocadas por la evolución del toreo y que expone, además, algunas de las causas que han tenido que ver con el tipo de toros (y comportamiento de los mismos) con los que nos encontramos ahora. Nada de crónica taurina y mucho de reflexión a largo plazo, algo poco presente en el aficionado de día, pero vital para quien guste de vivir la tauromaquia como un proceso de largo recorrido histórico, cultural y social.

El primero de los dos libros aludidos. (Imagen: elpaseillo.com).


El segundo texto es también muy sociológico, aunque con un talante radicalmente diferente, y ciñéndose (y profundizando más de lo que aparenta) a la época concreta del desarrollismo español y la cultura pop occidental. Fernando González Viñas lo borda en El Cordobés y el milagro pop. El libro, además de entretenido y divertido, vincula constantemente temáticas aparentemente alejadas, y nos regala muchos flecos de los que los lectores interesados en ellos podemos ir tirando posteriormente si nuestro carácter es mínimamente investigador. Pero, además de eso, al tratarse de nuevo, aunque de forma camuflada, de sociología taurina, engarza muy bien con el texto anterior, complementándolo y aclarándonos mucho a todos (entre los dos libros) cómo se ha ido transformando el toreo, qué factores lo hacen cambiar y, de paso, aventurarnos a imaginar qué podría hacerlo evolucionar en el presente o el futuro más cercano.

Lectura muy recomendable. (Imagen: elpaseillo.com).


De la Feria de Santiago lo vi casi todo en la plaza. Cedí mi entrada a una familiar en una única corrida, y asistí a todas las demás, siempre en el mismo lugar (por haber sacado abono): primeras filas de un tendido de sol. Mis impresiones más técnicas, artísticas o propiamente taurinas se quedan para mí porque ya he dicho que no sé torear, así que, no me voy a meter. Pero como todo esto de la fiesta va también ¡y mucho! de cultura, paisanaje y anecdotario, dejaré aquí algunos bocetos, apuntes o impresiones personales.

Lo primero fue una novillada. A la novillada siempre va mucha menos gente porque no goza de nombres asociados al star-system, que en los toros tiene tanto poder como en el fútbol, el cine y el periodismo emocional o popular. Ello suele implicar que el público que acude se suele caracterizar por gustarle (de verdad) la lidia, aunque, en cualquier caso, hay que ser cautos a la hora de generalizar. Por allí desfilaron tres jóvenes que, precisamente por su condición de novilleros y su hambre de triunfo, se emplearon con altas dosis de valor y, dos de ellos, siempre bajo mi punto de vista, con innecesario exceso de riesgo. Uno de ellos, el más premiado, no me gustó demasiado. Mucho desplante postural, mucho alarde de valentía estática, exceso de coreografía sin toro y no tanta fluidez con los trapos. El menos arriesgado me gustó bastante más, aunque falló en algunas de esas acciones que se hacen esenciales para el premio. Pero quiero centrarme en el tercero en discordia ¡un chiquillo! de dieciséis años que, por lo visto, según se rumoreaba por allí, promete. Marco Pérez no sólo es un jovencito, sino que además lo parece. En su primer toro, tras una faena prometedora con el capote, recibió una embestida frontal que lo puso en órbita, para ser a continuación restregado por la arena por el animal. Se lo llevaron a la enfermería (por lo visto inconsciente) y no pudo regresar al ruedo hasta el quinto toro el cual, por cierto, también le sometió a otro revolcón. Para colmo, no sé si por el aturdimiento, lo impracticable del ruedo (ya embarrado a esas alturas de la tarde) o la cortina de agua que caía, el caso es que él mismo se pegó un tajo en el talón al descabellar al astado. ¿Mala suerte o explotación de niño trofeo? Lo digo porque, según se comentaba por allí, el novillero había toreado aquella misma mañana en Mont de Marsan, donde recibió otra voltereta. Como, pese a mi edad, tengo mucho menos prisa que él, estaré atento a su carrera, porque promete. Lo que no me quedé fue a toda la corrida porque el chaparrón se mantuvo pertinaz y excesivamente generoso.

La corrida de rejones fue vistosa (siempre lo son, si te gustan, como a mí, tanto los toros como los caballos) pero nada espectacular. Sirvió para mostrarnos, una vez más, como el presidente de la plaza santanderina parece ser más influenciable por los nombres de los matadores que por el desempeño presente en la arena, pecando unas veces de exceso de generosidad y otras de racanería. A destacar, unas series de toreo de grupa de Guillermo Hermoso en el sexto y algo (no todo) del espectáculo popular de Andy Cartagena, que a veces resulta más circense que taurino.

Puede que la peor tarde nos la brindaran los toros del frío (Ganadería Antonio Bañuelos). Algunos amigos y yo teníamos la ilusión de que unas reses que se crían cerca de los cañones burgaleses del Ebro y del Páramo de Masa dieran buenas muestras de raza y compostura, pero fallaron todos menos uno, del que supo sacar buen provechó el siempre cumplidor Ginés Marín. Por lo demás, una lástima de tarde. Como nota anecdótica, asistimos al suicidio de uno de los toros. Al poco de salir al ruedo, persiguiendo capotazos con mucho ímpetu inicial, no se percató de lo cerca que estaban las tablas y trazó una embestida directa y violenta sin siquiera prepararse para la acción de cornear, como si tuviera campo abierto por delante. El impacto frontal fue tan brutal, que el toro quedó tendido, incapaz de moverse (salvo los espasmos de una de las patas traseras) y hubo que sacrificarlo.

La tercera corrida dio cierto juego para el análisis sociotaurino. Los toros no fueron como para tirar cohetes, pero sirvieron para el desarrollo de las faenas. Enrique Ponce se despedía de Santander para siempre y el público lo homenajeamos cantándole nuestra habanera más querida, Santander la marinera, a pleno pulmón. Un momento emotivo y popular. Pero el núcleo duro de la tarde lo constituyó Morante. No necesariamente como diestro, sino como fenómeno social. Me explico: hace ya tiempo que Morante ha conseguido erigirse en uno de esos históricos toreros capaces de dividir radicalmente a la afición. Unos le adoran, le siguen a todas partes y le perdonan todo; mientras que otros le odian, principalmente por haber sufrido muchos desplantes, seguramente inapropiados y poco profesionales. Personalmente no me enrolo en ninguna de las dos corrientes. Soy demasiado desapasionado, y muy poco mitómano como para ello. Morante salió airoso (casi neutro) del episodio. Toreo bien (y muy bonito, porque estética tiene mucha) y cumplió, pero tampoco nos regaló unas faenas para enmarcar y no olvidar jamás. Así que el público lo respetó y él respetó al público cumpliendo con su cometido. Pero parte de lo interesante de su presencia me lo encontré en mi tendido, en las inmediaciones de mi asiento. Mientras dos aficionados le criticaban por lo bajinis (que si le corean y aplauden por nada, que si en nosedonde fue un horror, que estoy harto de sus fraudes en Las Ventas, etc.); otro, un joven, salía enfurruñado de la plaza a todo correr mientras uno de sus amigos le preguntaba a un tercero “¿Pero qué le pasa? ¿Por qué se ha enfadado así?” Al que el otro le contestaba “porque los dos otros toreros (Ponce y Fernando Adrián) le han ganado 3 a 2 a Morante” (del que, por lo visto, el enfadado era fan). Así que no pude reprimirme y les dije “¿Pero a qué ha venido, a los toros o al fútbol?”, a lo que uno de ellos me contestó “¡eso digo yo!”. En realidad, entre los posicionados, me resultó agradable encontrar a un joven seguidor (literal, porque me dijo que viaja todo lo que puede allá donde Morante torea) que reconocía tanto el arte que mucho le entusiasmaba, como que el de la Puebla quema unas tracas infumables y caprichosas con cierta frecuencia. En todo caso, aquella tarde, el mejor, Fernando Adrián.

Fernando Adrián satisfecho de su triunfo en Santander. (Imagen: Luis Miguel Sierra en fernandoadrian.com).
 

Del miércoles no puedo hablar porque ya he dicho que no fui. Pero los comentarios que me llegaron no fueron para nada positivos. Por lo visto, muy malos toros. Así que me reenganché al día siguiente en la que, a juzgar por el prematuro cartel de no hay billetes, se había erigido en la, en términos ciclistas, corrida reina. Cayetano, Juan Ortega y Roca Rey. El resultado global fue más bien discreto. Los diestros pusieron mucho empeño, pero las reses no permitieron gran lucimiento. Pero todo aquello tenía pinta de que a cierto sector de público le diera igual, porque para él, lo importante, a lo que había que estar atento era al famoseo y al efecto yo estuve allí. Ya para empezar, mal asunto fue el comprobar que, en los alrededores de la plaza, un partido político había levantado una carpa y montado un puesto a su sombra. Me da lo mismo que el partido fuera de derechas o izquierdas, moderadas o extremas (ambas). Ningún partido político (ni sindicato, ni algunos otros tipos de entidades) debería hacer acto de presencia en una fiesta del pueblo y, menos aún, tratar de apropiarse de ella. A los toros va gente de toda condición e ideología, es algo que ha venido sucediendo a lo largo de sus siglos de historia y así debería seguir siendo. Y eso es parte de su grandeza. Un síntoma añadido de la pretensión de politización de los toros se percibe en Santander al finalizar el paseíllo. Allí es costumbre que la banda toque el himno español en ese momento. No sé de reglamentos al respecto, pero entiendo que, si se hace, será porque se puede y es una costumbre propia de dicha plaza. Conozco gente que no lo recibe bien porque le tiene tirria al himno, pero lo respeta con su silencio. El himno, te podrá gustar o no, pero, a día de hoy, es el que tenemos, y lleva, después de la dictadura, prácticamente medio siglo de vigencia democrática. Cuando suena en la plaza, la gente (la mayoría), se pone de pie y se calla como muestra de respeto. Seamos nacionalistas patrios o no. Toda la gente menos algunos cretinos que, en este caso, pretendiendo ser más españoles que nadie, lo interrumpen o interfieren con algún alarido anticipado. Siempre hay alguno, pero, el día de la carpa política, la tarde del no hay billetes, el himno resultó más maltratado que en todo el resto de la semana. Lo mismo que me sobraban los cuatro antitaurinos de aspecto harapiento que otros años se ponían delante de plaza a gritar, mientras toda la afición los ignoraba, me sobran también los fachas de tendido que van allí a manifestarse políticamente en vez de ir a los toros.

Pero no fue la política lo único que atrajo gente a los graderíos aquella corrida. No, que va, también hubo uno ola expansiva de famoseo. Ola porque hubo más que ninguna otra tarde, y expansiva porque desenmascaró a muchos supuestos aficionados que, al ver allí caras populares, dejaban de prestar atención a la lidia, para concentrarse en los asientos buscando a la realeza, las influencers, los tertulianos televisivos, tiktokers, novias-novios de, etc. Eso sí, actualmente, en religiosa comunidad tecnológica, con el móvil en mano, escaneando los tendidos y barreras, enfocando, ampliando y compartiendo (incluso subrayado en fosforito) quién y dónde se encontraban las vedettes. Vamos, que lo de Montesquieu ni mucho menos ha acabado.

La feria se cerró con un mano a mano entre Miguel Ángel Peralta y Daniel Luque, con mucho mérito, muestras de cierta calidad en algunos toros (pocos) pero muy mal remate con las espadas. El balance semanal arrojó poca bravura en distintas formas: algunos perdiendo fuelle demasiado pronto; otros parándose a mitad de las embestidas; lotes flojos de manos; etc. Salvo excepciones, lo que se lleva a Santander parece ser ganado de poca calidad, o quizás sea un síntoma de que la producción en general actual no se está demostrando a la altura. Eso es algo sobre lo que se tendrán que poner de acuerdo los expertos y sobre lo que, ya lo he dejado caer, los libros que mencioné antes, sobre todo el de Alberto González Troyano, dan algunas pistas.

Pero, afortunadamente, a mí los toros me aportan mucho más. Y una parte importante ello, es observar a la gente. Voy con algunos ejemplos de esta última feria.

Mellizas ellas, dos. Pelo corto y tirando a pelirrojo, pero tan poco esmerado en su arreglo que pasaron media tarde lanzando piropos a la cabellera de una elegante señora de mediana edad que tenían delante. Ellas, comentando toda la corrida (de rejones, porque lo que les gusta son los caballos), no pararon de comentarlo todo, interactuar con quienes estábamos alrededor y disfrutar de una tarde domingo con el desparpajo de vivir habiendo cumplido los setenta y sin complejos.

Bonitas piernas. Largas, torneadas, morenas y a la vista, porque el vestido, asociable a la famosa minifalda de Manolo Escobar, era tan corto como el que estrenó Massiel en Eurovisión. Blanco, para contrastar con el bronceado de la piel, de una pieza y ligeramente acampanado desde los tirantes hasta su borde minifaldero. Hasta ahí todo habitual. Una mujer guapa vestida para los toros. Lo que lo cambió todo fue el chaparrón del sábado, que, potente y sin descanso, acabó transformando la estampa y regalándonos a una Ursula Andrews saliendo del agua, como delante de Sean Connery, con chorretones de agua deslizándose por las esculturales piernas de la moza, mientras ella acababa huyendo del temporal, procurando preservar lo más posible el esmerado trabajo matinal de peluquería, con una almohadilla sobre la cabeza ¡Bravo!

Todos los días que acudí a la plaza fue con mi mujer, menos una tarde en la que me acompañó una de mis hijas. Reside en los EEUU, donde no le hace ascos a acudir, muy de vez en cuando, a conciertos, espectáculos de ballet, NBA, NHL, etc. Tras atravesar todo el bullicio exterior, revisar los puestos cercanos, entrar y sentarnos con tiempo para que pudiera empaparse de todo, me dijo algo así como “Oye, ¿y aquí la seguridad qué?” a lo que, incauto (o incivilizado) de mí, le respondí “¿qué seguridad, la de los toreros o la nuestra?”. “No, hombre, me refiero a los controles de entrada al aforo”. Pues sí, para bien o para mal (que cada cual piense lo que quiera), Spain is different.

La palma se la llevó la mujer de rojo. ¡Qué pena de foto! no reaccioné a tiempo para tomarla. Digna de galardón en fotopress. Ella apareció una tarde como acompañante. Él, quizás, aficionado, de entre 25 y 35 años. Ella, de taurina nada, lo digo porque no parecía atender a lo que en el ruedo acontecía. Eso sí, cumplir cumplió. Con su cometido, o al menos con el que yo, seguramente de modo injusto, he decidido atribuirle: el de lucida y llamativa acompañante. Buen tipo embutido en un llamativo y ajustado vestido elástico de luminoso color rojo, de falda larga y estrecha (cual menú degustación). Pelo en melena arreglada de incierto color castaño, arrubiado en las puntas y difuso en según qué áreas capilares. Labios prominentes… quizás demasiado. Mi experta me corrige: “¡rotundamente esculpidos por la cirugía!”, pero yo no me arriesgo a asegurarlo, aunque su especto no me resultó natural. Y unas uñas largas, esculpidas, trabajadas y pintadas… pero, lamentablemente, en rosa, un fallo de conjunción comprensible, aunque indigno del papel que parecía querer representar la dama: el de faro para las miradas aburridas al salir y al entrar, entre toro y toro, o en los momentos en que una faena se espesa. Hasta ahí todo correcto, habitual, esperado, parte intrínseca de la fiesta: abundancia de jóvenes ataviados lo más señoritos posible y mujeres, de cualquier edad, compuestas de los pies a la cabeza para que no les haga sombra ninguna otra. Una maravilla de la que disfruto al comenzar cada festejo; durante el proceso de descomposición al que el sol, los sudores, la emoción, la proximidad, etc. someten a algunas; y al final, cuando todo acaba y van saliendo de la plaza, unas, las pocas, casi como entraron y otras, indomables y desordenadas, como si hubieran atravesado la bahía en un velero en tarde de viento sur. Humanidad femenina ante la que me rindo. Pero la protagonista, la de rojo, no se descompuso. Ni un ápice. Se mantuvo a lo suyo: estar, lucir… cometidos totalmente independientes a la lidia, así que no recuerdo en qué toro ni torero, en el máximo momento de tensión, con la plaza en un silencio sepulcral en el que hasta los cretinos, abundantes, enmudecían, con la bestia cuadrada y el diestro enfilando de perfil con la espada apuntando, la mujer de rojo, ajena a la muerte, a la del humano o a la del animal, alzó su brazo izquierdo con un espejo en la mano, encuadrándome con ello una pantalla efímera de la estocada, mientras que en el vértice opuesto del fotograma, estiraba su cuello y sus labios para pintárselos. Antes muerte (del torero o del astado) que sencilla (ella).

También peculiar el viejo del visillo. Bermudas de pinzas y cinturón. Camisa de botones blanca, y sombrero de paja. Estaba claro que había acudido de invitado. El señor de al lado, su amigo, poseía un par de abonos y allí estuvo, tarde tras tarde, acompañado por su mujer, algún hijo, o alguna otra persona según qué días. Aquella tarde le tocó la vez al viejo del visillo. Más de setenta años seguro. Duró tres o cuatro toros. El tiempo justo para recorrer todo el aforo de la plaza comprobando, pantallazo tras pantallazo, quién había por allí. Concluido el repaso, se levantó, dio las gracias a su amigo, se despidió y se marchó. Hubiera dado igual toros, teatro, espectáculo deportivo o cualquier otro tipo de evento ¿Un espía animalista camuflado, un reportero de la prensa del corazón, un antropólogo de campo…? Vayan ustedes a saber. Lo que sí que era, seguro, es un cotilla.

La plaza de Santander me parece bonita, especialmente por dentro, donde exhibe un aspecto tradicional lleno de detalles alusivos a la tauromaquia. Es tremendamente incómoda por lo estrecho del asiento y lo exageradamente juntas que dispone las bancadas. Tanto, que cataliza el intimar entre los aficionados, quienes convivimos achuchados, pero bien avenidos. Esencia pura de cultura taurina popular. Dentro de ese ecosistema social y popular en el que se convierten la barrera, las gradas, andanadas, balconcillos y, especialmente, los tendidos, el fenómeno del entendido (analizado por Alberto González Troyano en su libro) sigue existiendo. Unos entienden de verdad y otros únicamente simulan entender, pero ahí están, cumpliendo con su papel y sazonando el guiso que es la fiesta. Lo mismo que las botas de vino y el bocadillo a mitad de corrida.

Estampa de la plaza de Santander. (Imagen: larazon.es).

La soberanía popular, más dramatizada que real, también pervive. Años atrás, entre todos, hemos echado algún toro físicamente disminuido a los corrales. Y en lo que respecta a la concesión o no de premios (apéndices del toro) su voz se deja sentir lo suficiente como para influir poderosamente (en unas ocasiones más que en otras) sobre las decisiones del presidente, y sobre los postreros juicios escritos por algunos comentaristas de prensa escrita. Y ese poder, al menos de expresarse y manifestarse con entera libertad, es algo que parece darse en cada vez en menos ámbitos de la vida pública. Otra razón más para preservar la fiesta.

Hay un sector del coso santanderino plagado de gente muy joven. En realidad, abunda la juventud por toda la plaza, pero en ciertos tendidos de sol consituye abrumadora mayoría. Lamentablemente, hay algunos grupos relativamente incómodos, constituidos por los broncas de turno (no siempre tan jóvenes) que suelen ser escasos, y otros visiblemente alineados políticamente y que contaminan ligeramente el ambiente. Confío en que tanta juventud sirva para hacer perdurar la afición, algo que parece estar sucediendo de unos cuantos años a esta parte, pues la plaza parece irse llenando más cada nueva edición de la feria. Y en que las motivaciones puramente groseras y las políticas sean fiebres temporales de paso efímero, dejando aferrados a los asientos a aquellos jóvenes que de verdad desarrollen afición. A ello está ayudando mucho el precio de los abonos juveniles, que es verdaderamente asequible y logra, en bastantes casos, que algunos jóvenes que ya superan la edad de tal privilegio decidan convertirse, directamente, en abonados adultos, al sentir la afición inoculada.

Me gusta fijarme en los detalles de siempre: los capotes de paseo, un subalterno que se pasa más de cinco minutos escondiendo su cara dentro de la montera, acodado en las tablas, discretamente, mientras implora y reza todo lo que sabe, justo antes de iniciarse la corrida. Las cruces con las manoletinas sobre la arena, los gestos de fe o de superstición. La valentía agnóstica del pastor que escuda al picador de sombra. O los sortilegios de cada cual, que arrastran infinitamente mayor bagaje histórico, cultural, ancestral y humanista que las sucesiones de tics nerviosos de cualquier tenista del más alto nivel.

En los toros, a lo largo de todo mi julio de toros, le pese a quién le pese, abunda el arte (en diferentes vertientes) la tradición, la cultura y la belleza animal. Porque no lo olvidemos, al menos para mí, los toros son unos animales hermosísimos de por sí. Y, más todavía, cuando despliegan toda su expresión motriz, con la diversidad con que lo hacen a lo largo de los tres tercios.

Cartel oficial de la Feria de Santiago de Santander 2024. (Imagen: turismo.santander.es).

 

domingo, 28 de julio de 2024

UN JÁNDALO EN EL GASTOR

El Gastor es un pueblo situado en el nordeste de la provincia de Cádiz. Un Pueblo Blanco. Según se dice, el balcón de los Pueblos Blancos. Tan al borde del límite provincial que si cabalgas despistado por su campo, o tu jaca se tropieza y da un traspiés, puede que cuando quieras darte cuenta ya te hayas pasado a territorio malagueño y camino de Ronda.

Dentro de la ruta o colección de Pueblos Blancos de la Serranía de Cádiz, los alrededores de El Gastor componen, en mi opinión, la crema del apelativo, los que allí se concentran son especialmente hermosos, y tan cercanos unos de otros (distancias que rara vez superan los 22 km) que, recorrerlos en bicicleta, moto o coche resulta perfectamente abordable sin generar fatiga al viajero. Su sucesión de curvas, la estrechez y poco tráfico de las carreteras que los unen, la posibilidad de variantes para configurar el recorrido y el dinámico paisaje que se presenta, mediante sucesivas lomas entrecruzadas, olivares, campos de labor, eventuales picachos afilados y tajos roturados por los cursos de agua, garantizan el entretenimiento de la conducción. Magnífica etapa para el ciclista, ruta para el motorista o tramo para el conductor.

El Gastor, si el viajero quiere que así sea, puede ejercer una función de nodo de comunicaciones de modo ideal. Que si un bucle por el norte y otro por el sur, y con ambos, podrá haber visitado Setenil, Olvera, Algodonales y Zahara de la Sierra. Junto con El Gastor (y que me perdonen otras localidades), la creme de la creme. El pueblo en sí, ni es el más famoso ni el más visitado de los mencionados, pero tiene sobradas cualidades para que nos pueda interesar. Compite, de tú a tú, con Setenil, Olvera o Zahara en cuanto a espectacularidad paisajística. El primero tiene su propio tajo, sus cuevas habitadas y sus edificaciones sobreelevadas; el segundo su castillo y su templo dominando el desparrame inferior de blancura; Zahara aparenta más serranía, dominado como está por una escarpada cumbre, y casi bañado, a sus pies, por un embalse de tonalidad turquesa glaciar. Pero el Gastor no se queda atrás. Se encuentra encaramado en una abrupta montaña, abrazando su ladera, permitiéndose así contemplar a los demás alrededor. Por si fuera poco, lo suficientemente apartado de la carretera que comunica Ronda con Utrera, como para garantizarle serenidad y ambiente puramente serrano. Tres estrechas carreteras nos pueden acercar hasta allí. Todas lentas y reviradas, como ha de ser cuando el viajero quiere evadirse y desconectar de la civilización rodada uniforme, aburrida y alienante. Un constante sube y baja en forma de toboganes configura la que proviene del nordeste, ya sea de Setenil o de Olvera. Asciende con ímpetu desde el sur la que enlaza con la carretera principal antes citada, aunque acaba descendiendo un poquito antes de llegar al pueblo. Quizás sea esta segunda la más contemplativa en cuanto a horizontes, los cuales se abren con generosidad hacia poniente y hacia el sur (preferentemente al lado izquierdo de nuestro vehículo o montura cuando nos dirigimos a El Gastor). Por último, la más modesta, es una cinta asfaltada que proviene del noroeste. Un enlace breve que, desde un lecho acuoso nada ostentoso, casi una vega escondida, remonta con esfuerzo y curvas toda la ladera sobre la que se encarama el núcleo urbano.

Grazalema atardeciendo. (Imagen propia).

Alrededores de El Gastor. (Imagen propia).

Detalle de Olvera. (Imagen propia).

Setenil de las Bodegas. (Imagen propia).

El pueblo es blanco ¿cómo no? Típico conjunto compacto de edificaciones apretujadas, inmaculadas y con esa equilibrada combinación de orden y caos típica de la zona. Hermosísimo en la distancia y acogedor al pasearlo. Con cuestas ¡claro! Viajeros, están ustedes en la sierra, qué esperaban. Pero hay buenas noticias, la calle principal, lo suficientemente estrecha como para que circularla en coche suponga un buen ejercicio de civismo, educación, cesión o hasta diálogo, está trazada casi siguiendo una curva de nivel de la ladera, por lo que resulta casi llana.

Visitados los pueblos enumerados hasta ahora, si mi apreciación personal no me engaña, hay un atributo que distingue a El Gastor con respecto a los demás. Una característica que, para el turista contemporáneo, el de masas, el de lista de destinos… la marabunta, pueda resultar una pega, pero que, para mí, lo revaloriza. Es el menos turístico de todos, con pocas opciones de alojamiento, las justas de restauración, ninguna tienda de souvenirs y casi ninguna atracción visitable imprescindible. Como consecuencia lógica de todo ello, aporta verdadero vecindario, serenidad, vida social de calle, espacio para todos y un largo etcétera que podríamos integrar a modo de: autenticidad. Comer se puede comer muy bien, lo he comprobado en sus tres (entonces) posibilidades. Además, hay un puñadito de bares en los que sirven sin que tengas que pugnar por el espacio o la atención de los camareros. Hay tiendas para lo necesario, no para productos típicos de aquí pero fabricados en China. Y hasta mercado los jueves. Hemos estado viviendo allí una semana y, sin esfuerzo alguno, pudimos entablar natural conversación con bastante gente. Sin tumultos, sin problemas de estacionamiento, sin hordas de guiris llenando las calles, etc.

 

Paseando por El Gastor. (Imagen propia).

Si alguno se pregunta qué se puede hacer en El Gastor, además de lo explicado tiene algunas posibilidades. Aunque no sea este el asunto del que me quiero ocupar, lo mencionaré de pasada. Pasear por sus calles y, si se tiene tiempo suficiente, emprender caminata por su modesta pero interesante red de senderos, conformada por siete itinerarios diferentes. Uno lleva al Dolmen del Gigante, otro al embalse, algunos ascienden, etc. Por falta de actividad que no sea. Y para reponerse, contundente Guisote Gastoreño, el cual, lamentablemente, no tuve oportunidad de probar, pero anotado ha quedado para la próxima visita. Lo que sí nos trajimos fue un bote de miel de la Abeja gastoreña, una que lleva frutas dentro. No me llamó especialmente la atención hasta que unté su contenido en un queso de cabra semicurado y entonces… ¡qué placer!

Ese otro asunto que más me interesa ahora es del jándalo anunciado en el título. Por jándalo, aquí, deberíamos entender lo que nos sugiere la Wikipedia, que es lo que siempre he tenido entendido, y difiere de la definición de la RAE. “Se conoce como jándalo a la persona originaria de Cantabria (y a veces, por extensión, del norte de España) que emigraba a Andalucía adquiriendo la pronunciación propia de allí o adoptando costumbres andaluzas”. (Wikipedia). Lo es mi primo Eduardo, desde hace décadas, que ahora jubilado, alterna Cantabria con Zahara de los Atunes, donde ejerció media vida laboral como maestro. Pero aquello es la costa y la almadraba, bien diferente de la Sierra. Al que me refiero aquí es a mi hijo, quien, lejos aún de poder ser considerado un auténtico jándalo, camino lleva de convertirse en ello, algo que hasta me hace ilusión, especialmente teniendo en cuenta a lo que se dedica. Más tarde lo explicaré.

Jándalos aparte, la historia del Gastor se ha caracterizado por incluir entre sus afamadas personalidades a algunas personas que no fueron oriundas de allí, pero que, sin embargo, ligaron su vida a la localidad, la cual, como demuestran algunos de sus monumentos conmemorativos, un modesto museo y varias publicaciones informativas, ha acabado considerándolos, con orgullo, hijos suyos. Me voy a referir a tres de ellos. Dos históricos y reconocidos. Otro actual y que se me antoja a mí.

El primero es reconocido y revalorizado porque hace tiempo que está muerto y porque su época fue otra y, afortunadamente, ya pasó. Eso hace que actualmente no se juzguen sus andanzas, sino que se interpreten desde una perspectiva romántica y legendaria. Y es que se trata de José Mª Hinojosa, El Tempranillo, uno de los más míticos bandoleros de las sierras andaluzas. El personaje nació en Jauja, una pedanía de Lucena (Córdoba) en 1805. El mote le viene de lo temprano que tomó el camino criminal, a los quince años según algunas referencias, a los 18 para otras. Con el paso del tiempo, el bandolerismo andaluz (y por lo tanto también el que asoló las serranías de Cádiz, Ronda y Málaga) fue evolucionando, bajo el prisma de la opinión pública, desde la criminalidad (cuando estuvo activo) hacia el romanticismo (cuando dicho movimiento artístico y de pensamiento empapó a la sociedad). Ahora se conserva como objeto de estudio histórico y antropológico, aspecto cultural y, especialmente, motivo temático para el turismo. Así que figuras como la de Tempranillo, que ya de por sí fue mítica en vida (una existencia bastante breve: 1805-1833), han ido adquiriendo un gran prestigio evocador, enterrados ya en el olvido los daños, delitos o crímenes por él causados a determinadas gentes. A favor de este bandolero hay muchos factores. Su figura llegó a ser percibida como la de una especie de Robin Hood a la serrana. Un delincuente valiente y osado ante las autoridades y la gente pudiente, a la vez que generoso con los pobres y desvalidos. Además, alcanzó fama de hombre galante con sus víctimas femeninas, y educado y poco violento con el resto. De él se contaron, cantaron y recitaron muchas anécdotas. Ciertas, tergiversadas, inventadas o atribuidas a él aunque originarias de otros. Desde un punto de vista profesional (si consideramos el ser bandolero como su empleo) desempeñó una carrera eficaz, brillante y sin que se le pudiera atrapar. Puso en jaque a las fuerzas del estado y causó frustración hasta al rey. Sus comienzos como proscrito fueron causados por vengar a su padre. Y es que las venganzas y ajustes de cuentas por iniciativa propia fueron un detonador bastante común en el fenómeno del bandolerismo. En cuanto al final de su carrera, llegó en forma de indulto generalizado, al poco del cual ingresó en el Escuadrón Franco de Protección y Seguridad Pública de Andalucía, que comandó durante breve tiempo, hasta encontrar la muerte en un tiroteo en acto de servicio.

Dibujo del Tempranillo, por John Frederick Lewis. (Imagen: wikipedia).

 
Estatua ecuestre del Tempranillo en Ronda (Imagen: esculturaurbanaaragon.com)

En su época de bandolero, parece que pasó algún tiempo formando parte de la banda de Los siete niños de Écija, aunque pronto pasó a liderar una partida montada muy nutrida, formada por varias decenas de jinetes. El grupo tenía tal prestigio que casi disfrutaba de lista de espera para ingresar en él. La influencia de este bandolero sobre la cultura lúdica posterior del fenómeno ha sido muy grande. Inicialmente sus hazañas y correrías formaron parte de las conversaciones de los pueblos y aportaron argumentos a la literatura de cordel o coplas de ciego. También al folclore musical, tan importante en aquellas tierras. Con el tiempo, fue protagonista de relatos folletinescos y, ya en el siglo XX, incluso de alguna serie de cómics. El trasvase de aventuras de unos personajes a otros ha sido muy común en la utilización cultural de los mismos, por eso, aunque la popular serie de televisión Curro Jiménez se fundara inicialmente en la biografía de otro bandolero distinto, no cabe duda de que los guiones de algunos episodios concretos parecen estar basados en vivencias atribuidas al Tempranillo.

Portada de un comic del Tempranillo de 1950. (Imagen: nebrixa.com)

En cuanto a El Gastor, allí vivía una de las amantes del Tempranillo. Rosa. Entre leyendas, escritos, noticias de prensa, romántica apropiación de la figura para diferentes localidades actuales, etc. Seguir la pista de las que fueron verdaderas parejas del bandolero no parece cosa fácil. Fueron unas cuantas (Fuensanta, Clara, María Cobacho, Jerónima Francés (madre de su único hijo), etc.). Una de ellas fue Rosa. Hay un recopilador del bandolerismo rondeño que la localiza en Ronda, pero en El Gastor tienen la certeza ¡y la casa! De que era de allí. A no ser que hubiera habido más de una Rosa, aquella su Rosita de mayo. Lo mismo es que la visitaba principalmente por primavera… La casa de Rosa se encuentra en una de las calles más bonitas y floridas del pueblo. Alberga un modesto Museo de Usos y Costumbres. Su visita lleva pocos minutos (más si se entabla tranquila conversación con quien lo enseña), pero resulta interesante por lo ilustrativa. En la planta baja encontramos el dormitorio principal, escenario, es de suponer, de pasionales lides amorosas sobre una cama alta, de cabecero y pie de hierro. También está la cocina, decorada a la antigua usanza, con los utensilios esparcidos alrededor del hogar. Hay alguna estancia más, además de una zona con aperos de labranza y utensilios de tratamiento hogareño de los productos del campo. Es el espacio en el que se albergaba y atendía a los animales. Por supuesto, también encontramos el patio interior, tan habitual en la arquitectura tradicional de aquellos parajes. En la segunda planta, bajo cubierta, se accede al soberao, buhardilla o desván, que ahora atesora una buena cantidad de objetos artesanales y curiosidades relacionados, todos ellos, con la etnografía local, el bandolerismo, las actividades tradicionales, etc. Bien conocido es el asunto del bandidaje en Andalucía. Especialmente arraigado en las serranías de Ronda y Grazalema, destacó sobremanera en el entorno de los Pueblos Blancos más montañosos, llegando a alcanzar El Gastor, en torno a los años veinte del siglo XIX, fama de nido de bandoleros.

Acogedora y florida calle en El Gastor. (Imagen propia).

Dintel de la casa de Rosa. (Imagen propia).

El segundo personaje homenajeado por el pueblo de El Gastor fue un mítico guitarrista de incuestionado reconocimiento en el ámbito del flamenco. Diego de El Gastor (Diego Amaya Flores) nació en Arriate (Málaga) en 1908. Lo hizo en el seno de una familia extremadamente numerosa. Y es que sus padres, Bárbara Flores y Juan Amaya, tuvieron hasta 22 hijos, aunque los biógrafos de Diego únicamente han encontrado documentación de doce de ellos. Aquella era una familia gitana que, procedente de Grazalema, vivió unos años de cierto nomadismo propiciado por dedicarse él, Juan, al trato de ganadería. Pero el caso es que acabaron afincados en El Gastor, donde se crio Diego. Su primer maestro en el menester del guitarreo fue su hermano José, quién destacó como concertista por la comarca. Parce que Diego no estudió. Ni música, ni casi nada, porque no estuvo escolarizando, sino viviendo su niñez entre la guitarra, las mulas de su padre y el juego con la chiquillería de El Gastor. Al padre los negocios le fueron muy bien. Hizo crecer su patrimonio y acabaron adquiriendo un par de viviendas en el pueblo y, poco a poco, varios inmuebles en Morón, a donde acabaron trasladándose. De hecho, allí es donde Diego vivió el resto de su vida, aunque siguió frecuentando El Gastor. No cabe duda de que conservó un cariño muy especial y muchos recuerdos del pueblo, porque fue su topónimo el que escogió para su nombre artístico. E incluso para el de dos de sus discípulos más destacados, sus sobrinos Paco y Juan del Gastor.

Diego tocando en plena fiesta. (Image: Steve Kahn; en cicus.us.es)

Cuentan de él que era una persona agradable, con contradicciones llevaderas e interesantes y unos principios personales muy arraigados, preferentemente tendentes a la libertad y autonomía personal. Para todo, desde la política hasta la música, pasando por los demás órdenes de la vida. Tuvo la fortuna de librarse de la mili gracias a las gestiones de su padre. Precisamente, por aquel marcado espíritu de independencia artística, nunca quiso grabar discos propios, además de esquivar grandes contratos y evitar prodigarse en acontecimientos multitudinarios. Tenía miedo de pervertir su arte, de verse comprometido, y prefería expresarse en ambientes en los que se encontrara a gusto. Su fama alcanzó lugares tan remotos como Japón o los EEUU. Dicen incluso que puede haber más grabaciones suyas en solitario (siempre con medios no profesionales) en América que en España.

Disfrutar de la maestría interpretativa de Don Diego no es fácil. Hacerlo supone indagar entre discografías ajenas. Álbumes en los que acompaña a cantaores coetáneos a él, y de reconocido prestigio. De esas hay muchas. Y también algún que otro programa de televisión antiguo. Aunque, como es de suponer, su leyenda debió de generarse y crecer en el directo de los festivales, los conciertos, las fiestas y los saraos, ya fueran estos últimos organizados o improvisados. Pero fieles a nuestro estilo viajero, no contentos con la referencia, ya de vuelta en casa, emprendimos la indagación necesaria como para dar con dos obras recopilatorias que suman un buen conjunto de piezas suyas como protagonista. Las grabaciones tienen diferentes calidades y orígenes, así que unas crepitan más a vinilo que otras. Hay piezas muy poco nítidas o con ecos y ruido del directo, aunque algunas otras se conservan bastante bien. En cualquier caso, todas saben bien y rebosan maestría, dominio del instrumento y mucho arte.

Diego tocando en El Gastor (Imagen: William Davidson en flamencopolis.com y El eco de unos toques libro de Ángel Sody de Rivas)
 

En una de ellas Diego toca sin voces a las que acompañar. Ni soy entendido en flamenco ni siquiera seguidor. No le hago ascos y hasta lo disfruto mucho en algunos casos, tanto ciertos palos clásicos como fusionado con otras músicas. Pero cuando se trata de guitarra flamenca por sí sola, me encanta. Y este es el caso, me alegro de nuestro esfuerzo en la búsqueda porque escucharlo completa parte de nuestro primer viaje a El Gastor. El otro recopilatorio va alternando piezas instrumentales (de su guitarra) con otras en las que acompaña a diferentes cantaores. Unas y otras parecen poder enmarcarse en lo que uno de sus biógrafos califica de flamenco muy jondo y auténtico, más centrado en el duende que en las florituras. A Diego el flamenco le vino de familia, ejemplo de ello fu su tía-abuela Aniya la de Ronda. A él se le considera como un exponente imprescindible del denominado toque de Morón. Un tocar que provino de su maestro Pepe Naranjo y que, tras las aportaciones de Diego y algunos otros, ha tenido continuidad a través de varios guitarristas, incluidos sus sobrinos.

Una cosa más que añadir, al disfrutar de las carreteras de aquellos alrededores, mi querencia preferiría la bicicleta o la moto (si fuera posible a caballo lo haría recorriendo las sendas). Aunque para el coche sí que encuentro una ventaja, la de poder ir escuchando los rasgueos, punteros y percusiones de Diego del Gastor con su guitarra, banda sonora ideal para perderse entre colinas de olivares, encinares y alcornocales.

La historia musical de El Gastor no se limita a tan magnífico y consagrado guitarrista. Hay más. Música ancestral y algún cantaor más reciente. Entre los valores etnográficos de la localidad, sobrevive un instrumento singular, la gaita gastoreña. A un cuerno de vacuno, algunos vecinos le acoplan una pieza de madera, con pabellón de resonancia y orificios a modo de flauta, y una pita, que es la caña o lengüeta a través de la cual se sopla. El sonido que genera sí que recuerda a las gaitas, aunque en versión más rústica y con, aparentemente, unas posibilidades melódicas e interpretativas tremendamente reducidas o limitadas. Por las fiestas del Corpus Cristi, cuando el casco urbano se engalana y tapiza de ramos, se celebra allí un concurso de gaiteros en los que mayores y chavalería hacen lo que pueden por tratar de conservar el sonido de tan arcaico instrumento. Un valioso ejemplo del acervo tradicional local que, a toda costa, hay que evitar que se pierda.

Gaita gastoreña. (Imagen: eldiario.es)
 

En cuanto al cantaor, no es adoptado. Nació en el pueblo en 1952, aunque pronto se trasladó a la cercana Ronda, antes de pasear su arte por España y el extranjero. Afincado en las afueras de Madrid, apenas tiene discografía y la que hay cabría ser considerada como de casi incunable. Sin embargo, sí que se ha prodigado en la realidad, en el directo, en festivales, encuentros y fiestas particulares. Ganó el Primer Premio de Gente Joven de TVE, allá por 1984. Quien sienta curiosidad por su talento, algo puede encontrar en videos en internet. Actuaciones antiguas en TVE, un poquito del festival de Ronda de 2011 y algunas interpretaciones en locales animados.

Fuera ya de los círculos oficiales y de reconocimientos documentales o turísticos, nos topamos con un run-run de actualidad en diferentes puntos del pueblo. Hace unas dos décadas que un austríaco adquirió una propiedad, La Donaira, que, encaramada en las laderas y cumbre de la montaña que domina el pueblo, se extiende por unas setecientas hectáreas de superficie irregular, variada, rica y hermosa. Pozos, prados, olivares, peñascos… ¡de todo ofrece el paraje! Por haber, hay hasta la boca de una vieja mina. Probablemente de hierro, a juzgar por la rojiza persistencia del polvo de los caminos y pistas de acceso a tan singular paraíso. El propietario inició allí la cría de caballos lusitanos. Un quehacer que, por encima de cualquier otra motivación, quienes recaen en él, lo hacen, fundamentalmente, por placer y amor a ese animal. Una raza de caballos tan bellos y preñados de connotaciones y atributos admirables que, quienes entienden de monturas, reconocen y alaban sin reparos. Y como prueba unos versos:

“Son los hijos del rio Douro

El caballo de los vientos

El jaco de las batallas

Y el hocico del carnero.

Orgullo de los campinos

Los vaqueros del terreno

Descendientes de la Hispania

Los nobles del Ribateiro.

Galopan en las llanuras

Albinos, bayos y perlos

Alazanos y morcillos

Y el más negro de los negros.

Colas del pavo real

Las cerdas hasta el brazuelo

Emblema de Lusitania

Caballo de los guerreros.

Maestro de la alta escuela

Y vistoso en el paseo.

Sueño de conquistadores

De atalajes y plumeros.

El del hierro niquelado

Y concha de terciopelo

Estribos de fina plata

Y riendas suaves de cuero.

Casaquillas estampadas

Y volantes y plumeros

Y cuadrillas de forcados

De costa, veiga y ribeiro.

Al son suave de los fados

Que es canción del marinero

A las orillas del Tajo

Nació el rey del rejoneo.

El señor de Portugal

El artista de los quiebros

Heredó del español

La elegancia y el braceo

La templanza en el piafé

Y la corbeta es un vuelo.

Por eso nació con duende

Por eso pisó el albero

Para templarse en la plaza

Y convertirse en torero.

José León (Por derecho). (Letra apuntada de oído, por lo que pudiera contener alguna que otra palabra equivocada).

Conociendo a algunos de los lusitanos de La Donaira. (Imagen propia).

Desde entonces hasta ahora, la yeguada fue creciendo, y la explotación de la finca madurando y tornándose más racional, sostenible y respetuosa con el medio ambiente, con el entorno natural y con el cuidado global del planeta, en lo que le toca, desde una perspectiva local. Desde hace pocos años, el dueño ha puesto en marcha un hotel de lujo con una dinámica de funcionamiento muy peculiar y exclusiva. Algo que está atrayendo a clientela exigente en cuestiones de ecología, delicada y sana gastronomía, refugio placentero y belleza natural ajena a las típicas ofertas comerciales. La sede principal del alojamiento se ha instalado en un antiguo cortijo restaurado con un gusto exquisito y mucho respeto a la tradición. Se completa con algunos anexos impecables y se encuentra parcialmente abrazado por un delicioso jardín de plantas medicinales.

La idea (y casi la realidad completa) es que la finca sea autosuficiente en lo que se refiere a la alimentación de huéspedes, empleados y voluntarios. Lo es porque tiene ganado variado, aves de cría y fauna cinegética. También por su huerta y producción agrícola no extensiva. De la cuestión gastronómica pudimos disfrutar gracias a una demostración impecable. Un menú que resultó fascinante y diferente, en el que el sumiller tuvo un papel tan destacado como el del cocinero, sin que esto suponga menospreciar al servicio de atención a la mesa, que también fue intachable. El gozo de comer allí es privilegio exclusivo para la clientela hospedada, no se trata de un restaurante abierto al público general. Sobre las bondades y maravillas del alojamiento, las actividades allí ofrecidas, etc. su rastreo y cotilleo es factible a través de la página web del establecimiento, o incluso de algunos fragmentos televisivos que hemos podido localizar antes y después de conocer aquello. Y es que, por cuestiones familiares, tuvimos ocasión de hacer una visita parcial a la finca, a las instalaciones de la yeguada y a algunos rincones del paraje.

La cuestión del antes señalado cotilleo local tiene que ver con que, a lo largo de nuestra estancia por El Gastor, pudimos escuchar varias veces, y en ambientes muy dispares, lo bueno que había sido que el dueño actual hubiera comprado La Donaira. Bueno, porque ello ha generado un importante despegue económico para la localidad. El Gastor, históricamente, se había dedicado al sector primario. A la producción de aceite de oliva, a cierta artesanía como la de las pleítas (una especie de trenzados de esparto con los que, además de alpargatas y cestería de todo tipo, quienes dominan su técnica son capaces de elaborar objetos de índole inimaginable de antemano), al ganado, etc. Pero mucho de ello, con el tiempo fue yendo a menos, lo mismo que en otras muchas localidades del campo gaditano, andaluz y, por extensión, de gran parte de la Península. Así que la población de El Gastor también fue viéndose obligada a tener que salir de allí, en especial los más jóvenes, para buscarse el modo de sustento, el desempeño laboral, más cerca de las ciudades. Ya hemos dicho, además, que el pueblo no ha seguido el patrón de desarrollo turístico tan habitual de otros núcleos cercanos. Sin embargo, la progresiva actividad puesta en marcha en la finca está generando empleo. Y lo está haciendo de modo significativo. Son muchos los vecinos que trabajan allí de forma fija o por temporadas. Algunas personas en el campo, en funciones agrícolas o ganaderas. Otras dando servicio al hotel. Sirviendo, limpiando, en cocina, en actividades de salud, estética, guiado, transporte, etc. No es nada que nos estemos inventando. Transmitimos lo que escuchamos en una visita a una casa museo, en el bar, en el campo, en algún que otro coche en el que alguien nos llevó, etc. La Donaira parece haberse convertido en una especie de balón de oxígeno para el bienestar del pueblo. Y en un modo que, desde la precaución de mi desconocimiento del contexto, se me antoja muy conveniente, ya que no supone el haber tenido que levantar una planta industrial y quién sabe si contaminante o agresivamente rupturista con el paisaje natural de la zona. Tampoco mediante una sobreexplotación turística de la localidad, de ese tipo que, poco a poco, pero sin descanso, acaba convirtiendo a toda una población en camarera, todo el comercio en tiendas de souvenirs y gran parte de la oferta inmobiliaria en alojamientos turísticos, gentrificando el municipio y encareciendo tanto la vivienda que la gente local no pueda acceder a ella. Nada de eso, trabajo variado, moderno y casi ancestral, relacionado con los usos, costumbre y cultura del contexto local. Envidiable.

Así que no sé si el nuevo vecino (no tan nuevo ni mucho menos) acabará, si todo esto sigue así, convertido en un tercer personaje venido de fuera capaz de generar un honroso reconocimiento vecinal por parte de la población local. El tiempo lo dirá y así se lo deseamos a todos, al austríaco y al pueblo, por el bien común.

Al jándalo le queda mucho para algo así. No está entre sus aspiraciones, ni osa compararse. Como quien dice, acaba de llegar allí, así que ni ha tenido tiempo de empezar a convertirse siquiera en jándalo. Pero es muy joven, con vida por delante. En nuestra visita le hemos visto tan ambientado, contento y centrado en su tarea, que no me resisto a señalar que apunta maneras. Su cometido y su trabajo son para con los caballos. Buen comienzo, porque desde niño ha sido un apasionado de su trato y disfrute, y, en especial, el de los lusitanos, con los que ahora trabaja. A él llegan desbravados y con una doma levemente iniciada, casi infantil. Ambas con método natural. Él tiene que domarlos en serio, educarlos y ayudarlos a exhibir la clase que atesoran, echarlos para adelante, convertirlos en caballos adultos. Un trabajo sacrificado, intenso y exigente, pero que le apasiona. Lo de los caballos es algo con arraigo histórico en España, por supuesto en Andalucía e indiscutiblemente en Cádiz. Así que a ver si le va bien y, además de bandolero, guitarrista y patrón, surge un buen jinete en El Gastor, también él adoptado*.

 

Entretanto, mientras dure ese proceso, tras nuestra primera visita, hay algo que nos ha quedado claro: ¡regresar allí! cuanto antes y cuanto más pronto mejor. Y a ser posible con frecuencia.

*Nota: pocos años después de haber escrito esto, el jinete en cuestión dio un salto profesional de importancia hacia La Toscana, ingresando como jinete en un equipo de alto nivel de doma clásica. Actualmente, de regreso a Cantabria, dirige una escuela de doma propia.

 

 

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